Testigos son de los sueños las melodías del piano o las ascendentes notas alcanzadas por barítonos y sopranos, los versos de los poetas de antes y la luna que se inscribe en la fantasía de la madrugada para anunciar que viene un sol luminoso, la senda gris de melancolía bonita que sube desde la taza de café o la mirada larga de gratitud hacia el destino.
Son los mejores ejemplos de la alegría de la vida y están latentes como pájaros en el cielo vislumbrando el infinito y, a la vez, circundando la tierra con su visión periférica, plena de esa sublime condición de ser supremos.
Parecen mirarnos, o dibujarnos, quizá, en esa lontananza que hacen suya en cada viraje, y se posan sobre la nostalgia como garantes de una redención que se nutre de esperanza, porque -los sueños- también la tienen y se llenan de alegría cuando se realizan en la felicidad de nosotros, los pobres mortales.
Así, se recoge en ellos la grandeza del universo, expresada en el eco de una huella constante de Dios que se plasma en el viento, en las estrellas, en el silencio majestuoso de las galaxias o en cualquier diminuto grano de arena que presida la aventura del mar hacia el horizonte.
Y son más profundos cuando se siembran en el alma, hacen grata la circunstancia de vivir y recorren, como la savia, la hondura espiritual, para acrecentar esa bondad del ser que lo hace creer en sí mismo y asomarse, desde su intimidad, hasta la ruta que comienza en el amor, que no tiene dimensiones, sino es música y letras, naturaleza y cielo, transita en las alas de las aves y sabe que, en cualquier trino de sensibilidad, produce uno de esos suspiros que salva de la tortura de lo superficial.
Entonces se justifican las jornadas de trabajo, los obstáculos y las decepciones, porque son el camino a despejar para llegar a la luz y meterse en su redil para acogerse a la sabiduría de reconocer, en lo sencillo, la muestra divina que tiembla en la gota que cae en la hoja cuando uno riega la mata.