La democracia y el autoritarismo son quizás los conceptos más estudiados en la ciencia política. Los investigadores utilizan sofisticados indicadores para evaluar la calidad de la gobernanza, las elecciones y las libertades civiles en diferentes regímenes. Así, la democracia es valorada como la forma de gobierno más justa, ya que se caracteriza por el pluralismo, la existencia de instituciones que limitan la concentración del poder, y una participación activa de los ciudadanos. Por otro lado, el autoritarismo se define por la concentración del poder en un líder o grupo reducido, con la supresión o restricción de la competencia política y de las libertades civiles.
En la actualidad, algunos regímenes políticos – como Hungría, Nicaragua, Turquía o Venezuela- se han transformado paulatinamente en formas híbridas de gobierno, donde se mezclan instituciones democráticas con prácticas autoritarias. Los llamados "autoritarismos competitivos" mantienen un cascaron democrático con elecciones manipuladas para favorecer a los gobernantes en funciones, mientras que las libertades civiles se restringen de manera significativa, aunque no se eliminan por completo. Este tipo de autoritarismo representa una amenaza real para la democracia, ya que mantiene una apariencia de legitimidad electoral, pero socava sus principios fundamentales.
La elección presidencial en Estados Unidos en noviembre también evidencia cómo las líneas entre democracia y autoritarismo pueden volverse difusas. Steven Levitsky señala que los problemas estructurales de la democracia estadounidense están exacerbando las tendencias autoritarias pues instituciones como el Colegio Electoral y el Senado otorgan un poder desproporcionado a los votantes rurales, quienes en su mayoría apoyan al Partido Republicano. Esto ha permitido que el partido gane elecciones y mantenga el poder, incluso cuando obtiene menos votos a nivel nacional, como ocurrió con la victoria de Donald Trump en 2016.
Levitsky tamb ién advierte que la división política en Estados Unidos ya no se presenta en los términos tradicionales de izquierda contra derecha. En su lugar, se ha convertido en una lucha entre facciones cosmopolitas, formadas por votantes urbanos, diversos y globalmente conectados, y facciones etnonacionalistas, compuestas por sectores rurales y nacionalistas que defienden valores tradicionales y se oponen a la inmigración. Este bloque etnonacionalista, si logra consolidar su poder, podría erosionar aún más las normas democráticas y facilitar el avance de una retórica más autoritaria.
El autoritarismo se afianza ante los fracasos de la democracia para frenar la escandalosa desigualdad social. Curiosamente, algunos analistas, citando los casos de China y Singapur, sostienen que los regímenes autoritarios pueden ser más eficaces a la hora de abordar la desigualdad porque pueden aplicar la redistribución sin las limitaciones de la rendición de cuentas democrática. Daniel A. Bell describe el sistema chino como una forma de meritocracia autoritaria, en la que los líderes son elegidos en función de su rendimiento.
Tanto China como Singapur ejemplifican lo que se conoce como legitimidad de los resultados: la idea de que el derecho de un gobierno a gobernar se justifica por su capacidad de aportar crecimiento económico, seguridad y prosperidad general a sus ciudadanos. Estos modelos desafían el ideal democrático occidental, haciendo hincapié en la legitimidad del rendimiento y el liderazgo meritocrático. Sin embargo, también son criticados por sus limitaciones en materia de libertades civiles y pluralismo político. Resulta fundamental seguir explorando estas tensiones, planteando interrogantes sobre la sostenibilidad a largo plazo de tales sistemas.
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