Ambas experiencias, crudamente dramáticas, colocan al país frente a la capacidad devastadora de la naturaleza y a la indefensión en que quedan en esas circunstancias excepcionales, las comunidades y ello a pesar de la experiencia que al país le dejó Armero y su inmediato antecesor, el terremoto de Popayán, que llevó a la creación de un sistema y una institucionalidad pública “para la atención de riesgos”, iniciada por el gobierno de Belisario Betancur y continuada por el de Virgilio Barco que la volvió una de las banderas de su administración.
Como primer director ejecutivo de Resurgir, creada por el gobierno Betancur para atender la catástrofe de Armero, viví esa terrible experiencia que me permitió sacar experiencias que ahora revivo con lo sucedido en Providencia. Existe de entrada una gran diferencia, pues en Armero murieron cerca de 24 mil personas y en Providencia, afortunadamente fueron muy pocas, pero en ambos casos se dio el arrasamiento de las bases materiales, institucionales y territoriales de comunidades de gran tradición, sólidamente constituidas; su tejido social se reventó, constituyéndose en víctima social principalísima de la tragedia. Asunto este de particular significación en la isla, pues los providencianos histórica e institucionalmente constituyen una comunidad raizal reconocida con su autoridad (raizal counci).
Lo primero, es diferenciar la etapa inicial de atender humanitariamente a las víctimas humanas, en medio de las normales dificultades de logística, limitaciones de recursos y reclamos de los damnificados, aterrorizados por lo que vivieron y ansiosos por lo que les espera en un futuro tan confuso como es su suerte presente. El cuidado que debe tenerse es darle a la situación un manejo humano “solidario” y no burocrático, como suele suceder con las intervenciones estatales.
Lo segundo a considerar, y ello es definitivo, es repensar el futuro de las islas, especialmente de Providencia que permitiría como se dice tan frecuentemente, hacer de la crisis una oportunidad. En Armero, el punto se dirimió a espaldas de una comunidad heterogénea, dividida y reventada por la tragedia, al decidirse de manera autoritaria y sin mayor discusión, que el objetivo era constructivo y material: contratar con terceros el diseño arquitectónico y urbanístico y la construcción de un barrio, definido en oficinas privadas bogotanas y no con el querer de los interesados. Los resultados están a la vista: las víctimas como comunidad desaparecieron, la región volvió a su vieja actividad productiva y el barrio construido no lo habitan quienes debían ser sus destinatarios. Armero es claro ejemplo de lo que no se debe hacer. Punto.
En Providencia esa experiencia no se puede repetir. Hoy es la oportunidad para que de la mano de la comunidad raizal y de “los isleños adoptivos”, y no de contratistas forasteros, fríos por no decir indiferentes y distantes, surja de las ruinas dejadas por el huracán, una nueva Providencia alimentada con su historia, su población y cultura triétnica que la caracteriza en el Caribe y en Colombia, que le ha otorgado un valor y una personalidad que urge rescatar y fortalecer. Es ahora cuando finalmente y de manera real la Colombia continental, reconozca a las islas de manera sincera, no discursiva, como parte integral de su territorio, su cultura y nacionalidad. No es otro el mandato de nuestra Constitución al definirnos como una nación multicultural y pluriétnica.