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¡Done algo, carajo!
“Lo que se han de comer los gusanos, que les sirva a los humanos”.
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Martes, 18 de Octubre de 2022

  Eran las 11 de la noche del sábado 16 de septiembre de 2017 cuando recibí una llamada. Como soy trasnochador por vicio y por convicción, contesté sin ningún problema. “¿Señor fulano de tal, con cédula tal y pascual?”. A esa hora una voz agradablemente femenina despabila a cualquiera. “Sí, señorita, ¿para qué soy bueno?”, contesté. Es mejor preguntar a tiempo, porque a esta edad puede haber cosas que no se pueden cumplir. Y es mejor que nadie se llame a engaño. “Le hablamos de la Clínica cardioinfantil de Bogotá, unidad de trasplantes”. El asunto tomó entonces otro cariz.

Dos años atrás yo había ingresado a la lista de espera de posibles trasplantados de riñón, ya que, por problemas de diabetes, había perdido los míos, y me hallaba recibiendo el tratamiento de diálisis. “Es para decirle que acaba de llegar un riñón compatible con su organismo, y que debe presentarse mañana a las 6 de la mañana en esta Unidad, para hacerle el trasplante”.

Un montón de sentimientos y de ideas contradictorias se me vinieron de inmediato. Primero, la convicción de que un milagro estaba sucediendo. Conozco gente con siete y más años de espera, haciendo cola para obtener un órgano que le sea compatible y le pueda ser trasplantado, y yo con sólo dos años, ya era un privilegiado. Me acordé de las oraciones de mi mamá y las súplicas a san Miguel Arcángel y las promesas a José Gregorio Hernández y la fe en mi patrona, la Virgen de Las Mercedes. Ahí estaba el resultado.

Pero era media noche del sábado, yo estaba en Cúcuta, y físicamente me era imposible estar en Bogotá a las 6 de la mañana del día siguiente. ¿Imposible? ¿Y la fe? ¿Y los santos? No sé qué sucedió ni cómo se dieron las cosas, pero una hija desde Cali y otra desde Bogotá lograron mi cupo en un vuelo que salía de Cúcuta a las 5 de la mañana. A la hora señalada, yo hacía mi ingreso a la Unidad de trasplantes de la Cardio. A las 4 de la tarde de ese domingo 17 de septiembre de 2017 yo había vuelto a nacer con un riñón nuevo que alguien, un donante fallecido el sábado en la noche en un accidente de tránsito, había donado con anterioridad: “En caso de que yo fallezca y alguno de mis órganos pueda servirle a otra persona, autorizo expresamente dicha donación”.

Jamás supe quién fue esa persona ni conocí a su familia (no es permitido según el protocolo de los trasplantes), pero mi gratitud y la de mi familia son eternas hacia quien permitió que yo siguiera vivito y coleando unos cuantos años más. Llevo cinco años de trasplantado y puedo decir que volví a vivir. No se sabe cuántos años más, porque el organismo no se acomoda a un elemento extraño que no le pertenece y lo rechaza todos los días. Los medicamentos inmunosupresores y los santos hacen lo que sea más conveniente. Obvio, llegará el momento, tarde o temprano, en que haya que partir porque ya lo dijo el filósofo de las cantinas: “Nada es eterno en el mundo”. Mientras tanto, la vida sigue siendo maravillosa.

He hecho todo este recorderis, porque el viernes pasado, 14 de octubre, fue el día mundial de la donación de órganos, algo que todos debiéramos hacer expresamente: “Si fallezco y alguno de mis órganos puede servir…”

Ojalá adquiramos la cultura de donar órganos con anterioridad, porque, como dice el refrán: “Lo que se han de comer los gusanos, que les sirva a los humanos”.

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