Pensar en la violencia en Colombia, como lo hace el historiador Jorge Orlando Melo en su último libro, “Las razones de la guerra”, es enfrentar una larga y triste historia de comportamientos humanos que se remonta, al menos en ciertas regiones como el Magdalena Medio, a los tiempos precolombinos. Ello obliga a plantearse la pregunta de qué hay en nuestra configuración social y aún en nuestra geografía que generan y alimentan comportamientos que llevan a aceptar como algo normal el derecho a la retaliación y a la venganza hasta la muerte, no solo en el ámbito de las relaciones privadas sino en el del enfrentamiento de grupos de ciudadanos a poderes establecidos, sean estos del Estado en lo nacional, o de sectores dominantes en actividades o territorios determinados. Comportamientos a los cuales la memoria de las violencias del pasado les acaba dando un cierto viso de normalidad, por no decir legalidad. Lo dice Melo claramente, “la gente de cada lado siente que está actuando decentemente mandando matar”.
Colombia ha sido de siempre una sociedad, una economía, una territorialidad, un poder y aún una cultura, marcada por la diversidad, por su heterogenicidad, con una conformación fragmentada, no integrada. Esa condición histórica de organismo complejo y vivo, que es favorable a la creatividad e industria humana, también lo es para que se imponga el reino del sálvese quien pueda en el cual todo se vale y donde domina el más poderoso o el más violento, y ello como consecuencia de la ausencia, nuevamente desde tiempos inmemoriales, de un poder que al ostentar el monopolio estatal del empleo de la fuerza es el responsable de impartir justicia en nombre de la sociedad, con la capacidad para desplazar a las distintas y criminales formas de justicia privada que por la ausencia de ese poder estatal, han imperado a lo largo de nuestra historia.
Ese vacío de poder estatal también le ha dejado libre el espacio social a la ilegalidad, generadora de violencia, como una característica importante de la operación de nuestra economía y estado, y de las prácticas sociales comunes. En una palabra, la ley entre nosotros o no se aplica o se hace de manera amañada, permitiendo que la falta de justicia campee impunemente y que los ciudadanos se sientan liberados a su suerte. No es una ilegalidad focalizada, es sistémica.
Urge que el Estado asuma esas funciones indelegables como condición necesaria para que la justicia merezca ese nombre y nuestra democracia finalmente se fundamente en el respeto al otro, a sus derechos, empezando por el de la vida. Desde que tengo uso de razón, hace ya decenios, nunca ha salido de la “agenda nacional” y de los discursos políticos promeseros, “la urgencia” de una reforma integral a la justicia sin que pase nada, salvo que la falta de justicia no cesa y solo se modifican las formas en que esta se expresa. Compite en longevidad y en incumplimiento con el otro compromiso reiteradamente planteado y escamoteado, una “reforma tributaria estructural”. Siempre se aplazan para otra ocasión.