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El difícil arte de cumplir años
De resto, todos mis cumpleaños han sido festivos algunos, y otros menos celebrados,  pero todos en sana paz y mucha alegría.
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Martes, 28 de Noviembre de 2023

Cumplí años la semana pasada. Algunos amigos se acordaron, otros lo olvidaron, pero la familia estuvo pendiente.  Y aunque sin torta (la diabetes no da tregua), y sin trago (el riñón es abstemio), el día me sirvió para traer recuerdos y añoranzas y para meterle un poco de pensadera a la vida, que cada día corre a zancadas más largas, y sin darnos cuenta ya nos tiene doblando la esquina.

Nací un 22 de noviembre, mes de las ánimas (dicen que somos llorones), día de santa Cecilia, patrona de los músicos (algo le jalé a la guitarra, incluidas serenatas clandestinas), y bajo el signo de Escorpión (amorosos, tercos y caprichosos, dice el horóscopo).

De niño, mi mamá siempre me mataba gallina, la más gorda del corral, para celebrar mi cumpleaños. Después de grande varió el menú, pero la fecha nunca ha pasado desapercibida para los que están a mi alrededor. Guardo con devoción tarjetas y escritos de amigos y compañeros, que siempre los he tenido muy buenos. La vida es maravillosa y a mí me ha premiado con muy buenas amistades.

El 22 de noviembre de 1963 me gradué de normalista superior en Pamplona. Era para mí una doble celebración: grado de cumpleañero. Pero ese día asesinaron al presidente Kennedy, de los Estados Unidos, el gobierno colombiano decretó tres días de luto, y fue una fecha fatídica. Fatídica, no porque nos importara la suerte de los Estados Unidos, ni por las consecuencias políticas para nuestro país, sino porque nos dañó la fiesta de graduación, que había programada para esa noche. El club donde se haría la celebración, izó bandera a media asta, cerró las puertas y nos quedamos con el burro ensillado.

De resto, todos mis cumpleaños han sido festivos algunos, y otros menos celebrados,  pero todos en sana paz y mucha alegría.

Al comienzo de la vida, el día de cumpleaños se convierte en la mejor fecha del año. Llueven los regalos, los abrazos y las felicitaciones. La piñata, los amiguitos y el destape de los regalos se esperan con impaciencia.

La celebración de los quince años, sobre todo en las mujeres, era todo un espectáculo. Damitas de honor, baile del vals y paso del zapato plano a la zapatilla con tacones constituía toda una ceremonia de recordación para toda la vida. Era la presentación de la niña en sociedad. La niña dejaba de ser niña para convertirse en  señorita. Y con los quince, llegaba el derecho a tener novio oficial, reconocido por suegros y cuñados.

En los varones, la cosa era distinta. Un poco más de libertad, llave de la casa y alguna fiesta con amigos. No faltaban las bromas de los compañeros, que le partían huevos en la cabeza y lo rociaban de harina.

Pero los tiempos cambian. Los huevos están caros, la harina paga impuesto y el palo no siempre está para cucharas. Los invitados cada año son menos, y obviamente disminuyen los regalos. Por problemas de seguridad y de bolsillo, la fiesta termina pronto y cada quien a buscar el rancho, antes de que se haga tarde.

Pero cuando uno ya esta más de allá que de acá, cuando se siente que la pelona empieza a dar vueltas por ahí cerca, empiezan a aflorar las preguntas: ¿En realidad es un año más de vida, o un año menos de vida? ¿Qué se hicieron los amigos de la infancia? ¿Vale la pena la celebración?

Y entonces vienen la nostalgia, la suspiradera y las ganas de tomarse un guarilaque. Pero ni modo. Lo que toca es ir buscando las pastillas.


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