La vida humana marcha a contrapelo de una ley fundamental de la naturaleza que impone a rajatabla a las especies vegetales y animales un límite a su expansión, como condición para conservar la diversidad biológica. Pero a medida que la humanidad avanza, su crecimiento es imparable, con la victoria sobre sus predadores y a engañar a la muerte, gracias al cual el ser humano se autoproclamo amo imbatible de un planeta que desnaturalizó en el cual distribuyó inequitativamente sus demandas por los recursos naturales. Inequidad que se traduce en reclamos y conflictos sociales por la forma en que se reparten los efectos positivos o negativos entre los diferentes territorios y comunidades; mientras unos sufren sus consecuencias nefastas, otros perciben los beneficios.
El resultado: “un paisaje civilizado” atiborrado de campos cultivados, con menos diversidad natural y más monocultivos, y la crianza de animales de pastoreo, de cerdos y de aves en el más antinatural confinamiento. El resultado, el empobrecimiento de los suelos, el secamiento de las fuentes hídricas, la aparición y reproducción incontrolada de plagas que ya no pueden ser controladas por la misma naturaleza, obligando al uso de plaguicidas y abonos de origen químico que masacran la complejidad del territorio, especialmente del tropical, amenazando su misma subsistencia.
Ante esta situación surgen dos posiciones que no solo son de naturaleza política, sino vital. Los unos, en nombre del ideal de “progreso” sostienen la primacía del interés material, de la explotación ilimitada de los recursos de la naturaleza - un extractivismo “sin medida ni clemencia”- para satisfacer supuestas necesidades insaciables; lo anterior apoyado en desarrollos tecnológicos sin encuadramiento ético ni propósito diferente al de “todo se vale”, omitiendo las secuelas imborrables para la vida misma, de la sobreexplotación de recursos.
Otros por su parte, defienden la utopía del regreso a un mundo sencillo y austero, donde lo local/comunitario, con aroma de autosuficiencia, se impone como el ideal que rechaza la modernidad imperante, materialista y arrasadora, que avanza incontenible de la mano del centralismo uniformador - obra del estado nacional- y de la liberación sin control de las fuerzas productivas, al ritmo de las sucesivas revoluciones industriales y a caballo de avances tecnológicos desenfrenados, que todo lo valen.
Ambas posiciones conducen a callejones sin salida, la última mirando hacia un pasado que no volverá, utopía válida para proyectos de grupos comunitarios o étnicos, pero no para la sociedad del siglo XXI. La primera, con su fe ciega en el progreso indefinido, sin conciencia de su costo en todos los órdenes, avanzando hacia el abismo en medio de una euforia sin fundamento.
Citando a Brigitte Baptiste, podríamos reflexionar reconociendo que debe partirse no de visiones generales y definitivas, sino del análisis concreto de casos específicos, examinando “la coherencia interna de cada argumento, reconociendo que no hay soluciones perfectas, y que la búsqueda de un futuro más justo y sostenible radica en nuestra capacidad reflexiva, ingenio y creatividad. Son dos visiones de la realidad contrastantes, una basada en la materialidad de los procesos, la otra en construcciones simbólicas, que no son mutuamente excluyentes”.
Ese es el meollo del debate abierto sobre las consultas previas y sobre los grandes proyectos de infraestructura, minería o hidrogeneración eléctrica desde donde se confrontan intereses del orden nacional, con derechos y reclamos del orden territorial y comunitario que justamente pertenecen a la ciudadanía.