Estamos acostumbrados a llamar energías limpias aquellas que no contaminan, y más específicamente, las que no contribuyen con la emisión de gases efecto invernadero, responsables del calentamiento global. En ese sentido, la generación de energía eléctrica, mediante represas en fuentes fluviales, se ha considerado una forma de energía limpia, y además, económica. Como siempre, lo que era verdad ayer, puede no ser verdad hoy, y menos aún mañana, pues vivimos en un mundo dinámico, aunque en Colombia parece que nos congeláramos en el tiempo.
La principal razón del porque la hidroelectricidad es “barata”, es porque en los análisis económicos y financieros de su viabilidad, el agua no tiene valor, es decir, su costo es cero. Eso explica que los ríos se hayan usado de manera consuetudinaria como alcantarillas públicas, que las cuencas hidrográficas no tengan una autoridad responsable, a no ser que consideremos las politizadas Corporaciones Autónomas, cada una con su “territorio”, que no corresponden a ninguna cuenca en particular, y que las aguas subterráneas se utilicen de cualquier manera. El asunto es que hoy el agua empieza a ser un producto de alto valor estratégico, cuya percepción irá creciendo con el tiempo. En cincuenta años el agua será bastante más valiosa que el petróleo.
Por eso, el caso de Hidroituango marca un punto de inflexión en el desarrollo de este tipo de proyectos, los cuales deberán ahora contabilizar el valor del agua, con el correspondiente impacto en la generación de energía del país, basada en este tipo de producción de energía eléctrica, y de contera, destapando varias de las contradicciones de política pública, que son estructurales del estado colombiano.
La primera y la más destacable es, que la política energética y la política ambiental deben ir de la mano para que no se caiga en una encrucijada de paradojas. Es claro que el monopolio de Ecopetrol, y su correspondiente extracción de rentas a los colombianos, ha hecho que la regulación se oriente a justificar lo injustificable y a ralentizar lo inevitable. Esa visión de corto plazo y de búsqueda permanente de caja, ha hecho que Ecopetrol no se haya podido reorientar a una empresa de energía, como ya hicieron todas las petroleras, y a que el control de hidrocarburos altamente contaminantes por gases efecto invernadero como es el diésel, en Colombia por arte de la marrullería se volvió un combustible limpio, sólo por no considerar las emisiones de CO2. Y eso a su vez ha llevado a que la política de incentivos a energías alternativas sea algo marginal, y a que en las ciudades la contaminación haya crecido exponencialmente. Aún más, ese manejo “financiero” de la petrolera estatal, que no permite señal de precios
de largo plazo, ha afectado de manera grave al uso del gas natural como combustible vehicular de transición, ya que el precio de éste energético no responde a condiciones objetivas, sino a coyunturas de caja gubernamental. La pérdida de margen económico frente a la gasolina y el diésel, en particular éste último, hace que hoy ese mercado esté agonizante. El transporte eléctrico solo se menciona de manera marginal. Ante la contaminación urbana por la dieselización del parque automotor por esta visión cortoplacista, el gobierno nacional responde proponiendo crear un nuevo impuesto: un impuesto de contaminación. Los contaminados pagarían a los contaminadores por sus decisiones. Sólo en Colombia con esa tecnocracia absurda y politizada se toman estas decisiones.
Hidroituango ha mostrado que los proyectos hidroeléctricos si tienen efectos ambientales nocivos sobre dos de los tres impactos ambientales: la recuperación de hábitats y la preservación de recursos. Eso ahora, y prioritariamente hacia el futuro, implica que nuevos proyectos hidroeléctricos deban ser más difíciles de emprender, más aún cuando el cambio climático, sumado al daño en cuencas hacen cada vez más impredecibles los períodos de estiaje e invierno. Debería impulsarse, en serio, el uso de fuentes de energía renovables, para las que el país cuenta con amplios recursos de radiación solar y viento todo el año en buena cantidad, cuyo costo a baja escala es muy alto, pero que con un crecimiento sostenido puede alcanzar economías de escala que les den competitividad.
Este como todos los problemas en Colombia son de base política, lo que llama al pesimismo, pues es algo que este país no quiere cambiar. Seguiremos con planes, programas, protocolos, obejtivos e innovaciones a cargo de una burocracia tecnócrata, politizada y centralista, que llegará el año entrante a Paris a fijar el objetivo de reducción de gases efecto invernadero a la que se comprometerá el país, y habrá mucho power point; lo que no habrá es una política seria, energética y ambiental conjunta.
Hidroituango quedará como un referente, que nos mostrará que no por no reconocer que el mundo cambió, que es la constante en Colombia, el cambio no nos vaya a afectar.