Una de las cosas buenas de la pandemia fue que, con un golpe seco, desnudó las falencias de la democracia liberal como sistema político y de manejo del Estado, que ya venía cojeando sin que se le notara demasiado. Mientras tanto los autoritarismos, especialmente orientales, tienen el viento a favor, no sabemos si momentánea o definitivamente. La conclusión no es salir a cambiar el sistema de gobierno, pero sí el cómo abordar los problemas y desafíos, así como los procedimientos de toma de decisiones y de ejecución, sin sacrificar la libertad pero enmarcándola, bajo el imperativo de la acción rápida y disciplinada, de conformidad con las situaciones excepcionales que se estén viviendo o enfrentando.
En tiempos normales, la comprensión y materialización de los propósitos de la democracia, oscilan entre dos polos o caminos de acción. El que apunta a una descentralización, dispersión si se quiere, de las decisiones bajo el principio de la libertad, hasta llegar a su expresión ultraindividualista del pensamiento libertario, centrado en una iniciativa individual que no conoce fronteras con lo cual le niega a la condición humana su dimensión social, reivindicada en Occidente desde Aristóteles. Es el reinado de la soberanía de la persona donde la dinámica de la sociedad depende solo de decisiones y acciones individuales, sin restricción o condición alguna.
El otro polo apunta a una Estado fuerte que impone disciplina social y decide en nombre de la sociedad; allí el ciudadano simplemente obedece disciplinadamente. La capacidad de intervención del Estado en los procesos y emergencias de la sociedad es en este caso máxima y suele estar orientada por una tecnocracia ilustrada que solo le responde al poder, reducida a simple apéndice suyo.
El hecho es que en la coyuntura actual del mundo, no tan claramente en la colombiana, lo anterior no es una mera discusión académica, pues cada vez está más presente en un discurso y la consecuente decisión política, que ha visibilizado la debilidad de la libertad y por consiguiente de la democracia, que alimenta la tentación de muchos de darle la espalda, desconociendo que “la vida bajo el yugo del Estado puede ser desagradable, brutal y corta”, como afirma Daron Acemogluo, coautor del conocido análisis histórico, ¿Por qué fracasan los países?.
Afirma además que la libertad necesita del Estado y de la sociedad que proporcionan las condiciones que le permitan a la persona ser reconocida como sujeto constitutivo de su sociedad y poder acceder a elementos y seguridades proporcionados por el Estado. Una sociedad que a la par que controla al Estado y su dirigencia, exige y defiende la democracia.
Es esa posición y esa decisión de la sociedad, y no la riqueza de la nación, la que le otorga fortaleza a la democracia. Por esa razón Acemoglu, afirma un punto que sabemos pero que solemos olvidar, que la calidad y fortaleza de la democracia, su capacidad para garantizarle a la sociedad el mejor escenario para su desarrollo, depende fundamentalmente, casi que diría, exclusivamente de la participación de la sociedad, de los ciudadanos en la política, condición necesaria para que se logre que confíen en las instituciones, al verlas como propias y no impuestas; instituciones responsables en sus actuaciones, no manipuladas por “intereses inconfesables” o simplemente particulares. Acemoglu se pregunta por el escenario más factible para lograr lo anterior.
Con su respuesta nos vuelve a sorprender, pues la conocemos pero no aplicamos: Es el escenario local, pleno de tareas y posibilidades concretas y no meramente discursivas, como suele suceder en las instancias nacionales. Un escenario cercano al ciudadano, a su entorno de vida, donde se gobierna hombro a hombro con el ciudadano, que es la razón de ser del gobierno y al cual se debe el gobernante. La pandemia ha revalorizado estos espacios, donde se depurará y salvará la vapuleada y desacreditada democracia, al fundirse Estado y Sociedad, con los ciudadanos como su enlace y se garantiza que las necesidades y aspiraciones suyas sean atendidas.