Es asombroso cómo Colombia periódicamente revive el "síndrome de la Patria Boba" que apareció por primera vez apenas declaramos formalmente nuestra independencia de España, y que tiene como síntomas principales una explosión de pequeñas discordias e intereses, como consecuencia de nuestra incapacidad (¿estructural?) para pensarnos y asumirnos como una nación, incapaces de no caer en la red de los pequeños intereses que nos bloquean la construcción de un proyecto ciudadano que una sueños y esfuerzos, colocado a salvo de la pequeñez imperante en nuestra condición humana y de las ambiciones de supuestos dirigentes de pacotilla, no solo políticos. Triste realidad que nos impide aspirar legítimamente a un futuro compartido de libertad, de entidad y acción mancomunadas, bajo el signo del Bien Común tomista o del interés general liberal; a pensar y actuar en grande, en términos de nación.
Digo lo anterior, al contemplar la situación extraordinaria que estamos viviendo en Colombia, exacerbada por la crisis universal que agravó y evidenció viejos problemas y grietas en la estructura de las sociedades contemporáneas. Mirando al país de hoy, es imposible no ver que después de dos siglos, seguimos prisioneros del mencionado síndrome que, salvo momentos o períodos determinados, que cada uno podrá identificar, ha marcado nuestro discurrir como nación.
Lo actual no es la excepción, antes bien se presenta de manera amplificada, agravada en buena medida por las revoluciones en curso, de la tecnología y las comunicaciones, que hacen aún más patética la situación. El resultado es nuestra incapacidad como nación para jugar en grande de manera tal que impulsemos y ejecutemos las transformaciones necesarias, cerrándole el paso a la violencia como medio para resolver los conflictos propios de una democracia que por su misma naturaleza es plural y en la cual su atmósfera sea de legitimidad de los derechos y del ejercicio del poder, y no la nata asfixiante de corrupción en lo grande y lo pequeño, que hoy asfixia a los colombianos.
El gobierno del presidente Duque sin duda encabeza la larga y triste lista de los gobiernos incapaces, que le han fallado al país, a sus electores. Y para empeorar la situación, lo hace cuando las condiciones mismas de la crisis propiciarían una rectificación de fondo, no un simple ajuste del rumbo del país y apretar el ritmo de los cambios aplazados durante tantos años; las grandes crisis suelen catalizar los cambios aplazados, las transformaciones no emprendidas.
El pequeño problema es que a este desacaecido y debilitado gobierno le falta la legitimidad, la claridad y la decisión que las circunstancias y las oportunidades exigen. Época triste y peligrosa porque navegamos un mar tempestuoso y traicionero y la tripulación, con el capitán a la cabeza, es débil e increíblemente inexperta.
Los ciudadanos están asustados y a punto de amotinarse, y hay quienes están viendo la oportunidad de dar un golpe de mano y tomar el mando de la nave para imponer intereses que solo responden a sus ambiciones, mientras que el
querer mayoritario ni lo defiende el gobernante ni logra expresarse de manera clara y coherente; una protesta justificada pero que no encuentra aún su expresión política, sin la cual quedará en simple protesta valiosa y legítima, pero inane por no revestirse de capacidad política. Esa situación hace complejo, apasionante y definitivo el ciclo político - electoral que se inicia, en condiciones particularmente complejas y en muchos aspectos, inéditas.