La esperanza es lo último que se pierde, dice el adagio. Aplicado al cuerpo ciudadano, significa que las presidenciales de 2022 son otra oportunidad para hacer de Colombia un país mejor, en el cual la justicia y el bienestar sean para la inmensa mayoría. Sólo un profundo compromiso ciudadano podría colocarnos en esa perspectiva.
Se necesita, en primera instancia, un retiro sociológico para entender la realidad. Naciones Unidas, en su informe sobre el desarrollo de 2019, colocaba a Colombia en el lugar 147, dada la inmensa desigualdad. Actualmente, 23 millones de colombianos viven en condiciones de pobreza, de los cuales 7 se hallan en extrema pobreza. Según el Banco Mundial, el 11,8% de nuestros compatriotas vive con menos de 3,20 dólares al día; y, si ampliamos el monto hasta 5,50 dólares por día, descubrimos que el 28% subsiste con menos de dicha cantidad, es decir, con menos de 20 mil pesos diarios. En referencia a la población activa laboral, que es de 24 millones, el 45% gana el salario mínimo o menos. Estos datos sólo se explican por los malos gobiernos que hemos tenido durante décadas. Ese no es el país que queremos.
De manera que desempleo, deuda externa, crisis fiscal, carencias en educación y salud, inseguridad ciudadana, falencias en la tenencia de la tierra, minería ilegal y narcotráfico, son apenas elementos que nutren ese tejido de violencia y corrupción que nos caracteriza. La descomposición progresiva de valores y propósitos se debe en parte al modelo imperante de neoliberalismo ilimitado, que pretende reducir el Estado a su mínima expresión, quitándole la herramienta del intervencionismo, no obstante la prédica constitucional según la cual Colombia es un Estado Social de Derecho donde la solidaridad y la prevalencia del interés general deberían ser guía.
Se habla de derecha e izquierda, y algunos añoran la centro-derecha y centro-izquierda. La polarización se mantendrá, entre otras porque el sistema de dos vueltas presidenciales la alimenta. La derecha que gobierna, con algunos alfiles mediáticos, siempre busca justificaciones a su pésima gestión y, en lugar de dar un giro racional, multiplica el discurso del miedo al castro-chavismo. No tiene otro argumento. Por supuesto que nadie quiere para Colombia la desventura de Venezuela, que muestra niveles de pobreza superiores a los de Haití, un crecimiento económico negativo del 12%, una inflación que ha sobrepasado el 2000%, y una emigración de 5 millones de sus hijos que escaparon al autoritarismo y la escasez.
Pero la respuesta a las dificultades no puede ser esa hipótesis del socialismo caricaturizado en Venezuela. La solución está en cambiar de modelo, adoptando un esquema socialdemócrata, que permite un capitalismo moderado, incluyente y solidario, como ocurre en la mayoría de las naciones europeas. Si la clase dirigente colombiana no adquiere conciencia sobre la gravedad de los problemas, la desesperanza seguirá creciendo hasta desbordarse. Y entonces sí, cualquier cosa puede pasar. Chávez fue reacción al abuso de COPEI y Acción Democrática.
Los cambios son posibles, entendiendo la realidad. La ley del péndulo enseña que entre más se mueva para un lado, más se moverá para el otro. Como quien dice, la reacción a una extrema derecha será una extrema izquierda. La política no puede seguir practicándose como el arte de vender esperanza, y menos aprovechándose de la mezcla de ingenuidad y angustia popular.
Tampoco habrá futuro mientras los escogidos, más que luchar por el bienestar colectivo, muestren su obsesión por el poder. El desfile de candidatos por la pasarela presidencial apenas comienza. Hay cerca de 30, entre los cuales predominan los ídolos de barro, incapaces de ocultar su ambición y vanidad; en fin, precandidatos que no pueden esconder lo mal que conocen el país, o lo poco que les importa la prevalencia del interés general.
Como ciudadanos, nos corresponde examinar a fondo los candidatos, en particular su solidez ideológica, su consistencia moral y antecedentes, y su vocación de servicio. La distancia en sencillez que guarden frente a su ego también nos sirve de pauta.
Por ahora, suficiente es concluir que el cambio en Colombia es inaplazable.