En la columna anterior hablamos sobre lo mucho que ha aumentado la eficiencia de los cultivos de coca con respecto a su capacidad de extracción de clorhidrato de cocaína, y los impactos de esta novedad. Sin embargo, quedó pendiente profundizar en las supuestas ventajas de este negocio y lo que le deja a las comunidades.
Recordemos que en Norte de Santander tenemos 40.000 hectáreas de coca sembradas, y que en Cúcuta hay una cifra nada despreciable de 373Ha. Nuestro departamento no solamente tiene la mayor cantidad de coca del país según informa SIMCI 2021 (Sistema Integral de Monitoreo de Cultivos de Uso Ilícito), también es territorio de uno de los siete enclaves productivos de coca, y a su vez cuenta con una ubicación geoestratégica favorable para el tráfico de sustancias químicas y productos procesados como la cocaína.
Si bien es cierto que el informe del SIMCI identifica a la zona del Catatumbo como el enclave productivo de Norte de Santander, no podemos olvidar que las veredas de Cúcuta afectadas por cultivos de coca (corregimiento Banco de Arena: Vigilancia, Tutumito, El 25) limitan con Tibú, por lo que también sufren los impactos de este enclave.
Sobre las comunidades rurales afectadas por cultivos de uso ilícito se han erigido numerosos mitos, entre los cuales se encuentra la gran capacidad económica que presuntamente adquieren gracias a la coca y que no logran obtener de la agricultura o actividades pecuarias.
No es cierto que la coca sea un ‘negocio fácil’ o de enriquecimiento express para los campesinos, no le brinda condiciones de vida dignas a los campesinos y tampoco les permite superar la vulnerabilidad en que viven producto del letargo del Estado. Entendiendo que un campesino puede ganar un millón de pesos mensuales (por hectárea de coca), y que la canasta familiar promedio alcanza los $760.000, realmente sólo le quedan aproximadamente $240.000 para otros gastos que requieren las familias, como la salud, educación y recreación.
Supuestamente, el reto de las instituciones ante este panorama es combatir una economía que deja un millón de pesos mensuales por hectárea cultivada, pero nadie habla de que este ‘beneficio’ sólo se alcanza a partir de la cuarta cosecha de coca, después de lograr el punto de equilibrio, ya que sólo por establecer una hectárea de coca, el campesino ya arrastra una deuda de $4.700.000.
La falta de dignidad que viene con la coca no es sólo en lo económico, también en lo social y comunitario: Hoy en día hay veredas que viven presas dentro de su mismo territorio, hay comunidades que no pueden trasladarse hacia otros puntos de la región y no pueden reunirse para solucionar problemáticas colectivas, a causa del control territorial que ejercen los grupos armados por el interés que tienen sobre estos cultivos de uso ilícito.
Adicionalmente, la expansión del conflicto y la coca hace que se profundicen aún más las brechas sociales: se hace cada vez más difícil lograr que la institucionalidad retome los espacios que dejó vacíos durante décadas y las comunidades se ven envueltas en una espiral de vulnerabilidad.
Con estas realidades aparece una opción para implementar en un territorio tan complejo (y además fronterizo) como Cúcuta: El sueño de la sustitución, un proyecto de desarrollo alternativo que viene trabajando la Alcaldía de Cúcuta con el objetivo de brindar a las familias de la zona rural proyectos productivos enmarcados en la legalidad, y del cual ampliaré los detalles en una tercera columna a propósito de los cultivos ilícitos y su impacto en nuestra región.