Los principales sitios y ocasiones de contagio de la COVID-19 son las de socialización, donde se está relajado y en confianza, conversando con los amigos, los parientes, los vecinos. Se suelta el tapabocas y empieza la cercanía física. Han sido precisamente las reuniones familiares en este nuevo pico el principal escenario para el contagio; festividades de fin de años con transmisiones por parientes y amigos, cuya cercanía hoy más que dar seguridad pasa a convertirse en una amenaza: como somos de la familia o amigos de toda la vida, no hay riesgo y, bajamos la guardia.
Otro sitio y ocasión de contagio son las reuniones en espacios cerrados por motivos laborales, sociales, educacionales, religiosos o culturales. Mirando el comportamiento de la plaga, es posible avanzar al respecto unas observaciones preliminares. Ante todo que adicional a las vulnerabilidades surgidas de la pobreza con su impacto directo tanto en un espacio físico donde se malvive simplemente amontonados, sin servicios especialmente de agua y sin aire que ventile y que junto con la luz del sol desinfecte el remedo de vivienda. Pobreza que además acarrea vulnerabilidades físicas en la salud de organismos debilitados por la desnutrición y preexistencias mal tratadas.
Pero existen otras condiciones determinantes de las vulnerabilidades o fortalezas sociales e individuales ante las pandemias, que parece que llegaron para quedarse. Sería el contexto cultural y ambiental/natural de las comunidades y su influencia directa y significativa en el impacto de la pandemia, relacionada con las condiciones como las personas viven, se desplazan, trabajan e interactúan; con sus costumbres y sus espacios de vida.
Como hecho general, el clima tropical caliente con sus posibilidades para socializar al aire libre y convivir allí con vecinos y -como familia en balcones, corredores, terrazas, ranchones, aceras, parques-, evita contagios. No hay encierro ni contaminación, sino distancia natural y mucho aire y luz circulando y limpiando los lugares; se duerme en sitios abiertos y aireados - en la casa costeña, de cualquier estrato, no puede faltar la nevera, el ventilador (“abanico”) y la televisión para verla en familia y en sitio ventilado, fresco -. El clima genera costumbres de socialización, de descanso y de trabajo y formas de construcción de vivienda para que el aire circule refrescando y limpiando, fundamental para alejar el virus.
Y en efecto, si se mira el mapa de los contagios en el país, salta a la vista que en la tierra caliente - Costas Atlántica y Pacífica, Orinoquia, valle del Magdalena? - donde se pensaba que se presentaría una crisis sanitaria descomunal, los contagios han sido bajos. Igual se aprecia en el mundo: al Trópico relativamente le va mejor que al Subtrópico, a pesar del abismo de riqueza y de pobreza existente entre ambos. No se ha dado la catástrofe sanitaria esperada para las islas del Caribe, África e India, y no por previsión humana, sino por sus condiciones culturales y de medio ambiente.
Los puntos críticos en Colombia y el mundo, son las grandes ciudades, causa de la reflexión expresada en el título de esta columna pues parecería que la naturaleza no resiste el gran tamaño: desaparecieron los dinosaurios y siguen tan campantes los microorganismos iniciadores de la vida. La complejidad y el gran tamaño rompen los equilibrios fundamentales de la naturaleza y de la vida. El gigantismo que se apoderó de la mente humana: la ciudad más grande, el tren más rápido, el edificio más alto, la empresa monopolista, el mercado único, rompe ese equilibrio.
Conclusión, vale la pena volver los ojos y los esfuerzos y políticas hacia las ciudades intermedias y a una red urbana que distribuya mejor la actividad humana en el territorio, generando políticas con dimensión humana y diría que natural para restablecer el equilibrio con la naturaleza, sin el cual acabaremos derrotados como humanidad por las pandemias que habrán de venir.