Estamos concluyendo un año que si el pasado diciembre nos lo hubieran descrito, habríamos reaccionado con estupor, pensando que nuestro despistado interlocutor se había enloquecido; pero resulta que los equivocados éramos nosotros. Ahora nos asomamos hacia otro año, sin que esa realidad inédita, con rasgos de pesadilla colectiva, como ha sido el coronavirus, hubiera finalmente terminado. Antes bien, su segunda ola viene más violenta que la inicial y encuentra a una humanidad que casi sin excepción, especialmente los jóvenes que suelen actuar como si los riesgos no fueran con ellos, está en el límite de su tolerancia a la aceptación de unas medidas de disciplina social que si bien no terminan con el virus, sí le dificulta su capacidad de contagio, que es su mayor fortaleza.
Ha sido una disciplina social impuesta bien por un fuerte poder estatal, como sucede en prácticamente todos los países de Oriente con su cultura Confusiana que privilegia el sentido de lo colectivo; y aun así, en estos hay recaídas. En Occidente, a partir de su matriz cultural individualista y liberal, que puede llevar a exaltar la libertad individual hasta el punto de subestimar y en el límite negar su necesario complemento, la responsabilidad (¿solidaridad?) natural y social con el otro -el pariente, el vecino, el amigo...-, requerida para hacerle frente como comunidad a una amenaza colectiva. Una liberalidad que en el límite ha desembocado en Estados Unidos y en países europeos en posiciones libertarias en una relación contradictoria con una extrema derecha nacionalista y populista, que ve en las políticas preventivas impuestas desde el Estado una conspiración internacional de comunistas y judíos, para beneficiarse política y económicamente del cierre de las economías; de remate pretenden negar el valor de la Ciencia, vista como parte o cómplice de la supuesta conspiración.
La no contención de la peste y por el contrario su renovado avance, a la par con el agravamiento de la crisis de las economías, que de transitoria empieza a vivirse como interminable, ha llevado a un cuestionamiento por números crecientes de ciudadanos de la utilidad de las medidas de control establecidas -desde el confinamiento hasta el lavado de manos-, y a buscar retomar por su cuenta muchas de las rutinas de la cotidianidad y de la vida económica prepandémica, haciendo como si el problema ya hubiera pasado o simplemente no fuera con ellos.
Y ese comportamiento de no entender o no querer o poder entender la realidad de la situación y sus riesgos, está teñida de fatalismo, sobre todo en los sectores populares, o de pensamiento mágico ligado a la vacuna salvadora, que como varita mágica hará que el peligro desaparezca, que la peste se disuelva y que todo vuelva a ser como antes. Ese pensamiento milagroso suele presentarse en situaciones donde las personas enfrentan riesgos de origen social o natural que no controlan, aferrándose a la esperanza de que una fuerza superior espiritual (los dioses) o humana (el líder como salvador con poderes especiales), salga en su socorro. Ahora el salvador es la ciencia, vacuna en mano.
El mayor riesgo ahora no es obviamente la vacuna como empiezan a pregonar muchos negacionistas de oficio, sino el hecho cierto de que producir el material y vacunar a ocho mil millones de personas esparcidas por las cuatro esquinas del mundo, es una tarea de una complejidad inédita en la historia de la humanidad. Por ello, el hecho de que la vacuna ya exista no significa que estamos salvados, que el susto ya pasó y que la vida vuelve a su cauce habitual. Ese comportamiento solo lograría relajar aún más la ya muy fragilizada disciplina social y disminuir la credibilidad en la capacidad y autoridad de gobiernos muy cuestionados.
Los dejo hasta el siete de enero de un año que ojalá nos regrese a escenarios menos catastróficos que el que termina. A mis pacientes lectores mil gracias por su acompañamiento y el deseo de un mejor año.