El hotel Heineke era uno de esos alojamientos familiares en la Cúcuta de mediados de los años sesenta, que recibía huéspedes de la región, principalmente de la provincia de occidente y de Ocaña en particular, toda vez que su propietaria, Angelina Quintero de Carrascal, era oriunda de esa ciudad. En esta crónica vamos a narrar uno de los episodios más trágicos sucedidos en ese tiempo en la ciudad, que además de generar un enorme desconcierto y llamar la atención sobre un problema que hoy es de palpitante actualidad, demuestra también que no es de reciente factura sino que ha venido evolucionando con el tiempo, tornándose en uno de los conflictos que con más frecuencia se presenta en los escenarios de nuestro territorio, la ‘violencia intrafamiliar’.
El hotel Heineke, era un hospedaje que había sido adecuado en una de esas grandes casonas que fueron construidas a principios del siglo XX en la zona residencial de la ciudad, donde las más importantes familias tenían sus residencias, a escasos metros al sur del parque Santander, antes de desplazarse a zonas más alejadas de la zona céntrica, lejos del bullicio de los sectores comerciales. En la mitad de la cuadra de la avenida quinta entre calles quince y dieciséis, podía leerse el discreto aviso que identificaba la posada.
Uno de los residentes habituales, era la familia de una de las hijas de la propietaria, Marlene, quien se había desposado, años atrás con un paisano ocañero, también dedicado al comercio, por así llamar la actividad de traer mercancías de Venezuela para revenderlas en la ciudad. Llevaba en esta tarea algunos años sin que se le hubieran presentado dificultades en el traslado de los productos a través de la frontera, en una época donde realizar esta clase de menesteres, era de lo más normal y frecuente, pues las autoridades encargadas del control en ambos lados de la divisoria eran conscientes de lo que ocurría y lo permitían, claro que una vez se estableciera el arreglo previo convenido.
Sin embargo, con cada cambio de comandantes, en uno u otro lado, se producían ‘decomisos’ para dar a entender que un nuevo personaje estaba al mando de la situación y que se debían reportar resultados a sus superiores. Pues bien, en una de estas redadas le fue decomisado el vehículo repleto de mercancías de contrabando a nuestro protagonista de esta crónica, Wilfrido Gómez Melo, dejándolo no solo en la miseria sino en una condición mental deplorable que lo llevaría a perpetrar uno de los episodios más dantescos ocurridos en la ciudad.
La falta de actividad laboral aunada a la soledad, producto del desamparo a la que había llegado su familia, comenzó a producirle episodios de ansiedad generándole traumas ligados a la esquizofrenia, que le ocasionaba visiones que salía a perseguir por todos los rincones de la vivienda. Contaban los vecinos y conocidos de la pareja que Wilfrido tenía la obsesión de los celos y aseguran que ésta se había presentado luego del incidente con las autoridades de la aduana, porque hasta entonces, el individuo se comportaba normalmente.
El hecho es que posiblemente padecía de alguna ‘desviación mental’, ya que con frecuencia veía visiones de hombres que, a plena luz del día, saltaban por las paredes para entrar a las habitaciones del hotel. Cuando estaba en la vivienda, no se separaba de su esposa y en las pocas ocasiones que salía, o que decía que iba a salir a hacer alguna diligencia, lo que en realidad hacía era dar la vuelta a la manzana y vigilar las puertas del hotel para espiar a su esposa con la esperanza de encontrarla en alguna actitud sospechosa. En alguna oportunidad, los huéspedes del hotel se quejaron porque lo vieron desnudo por los corredores del hotel persiguiendo los fantasmas que sólo existían en su imaginación.
Estas constantes y cada día más frecuentes circunstancias, hicieron que Marlene, la abnegada esposa, sintiera la necesidad de separarse y a la vez de alejar a los hijos mutuos de un posible infortunio, ya que la situación se había puesto de tal forma invivible y aprovechando que el próximo 19 de marzo, era puente festivo, le comunicó a su esposo que viajaría a Medellín, el domingo siguiente, en compañía de sus cinco hijos. Es posible que este fuera el detonante que influiría sobre el estado de ánimo de Wilfrido, porque en la noche del sábado anterior protagonizaría la más impresionante tragedia que se tuviera noticia en la ciudad.
En la noche del sábado 20, a eso de las siete de la noche, la familia reunida en la sala del hotel se aprestaba a cenar. Antes de pasar al comedor, la esposa condujo a sus hijos a su habitación para las preparaciones de rigor. En esos momentos, Wilfrido apareció en la puerta armado de una pistola. El instinto natural de la mujer por proteger a sus retoños, hizo que le diera la espalda a su agresor cuando comenzó a disparar hiriéndola en la parte posterior del cráneo, sin embargo siguió disparando contra los más pequeños, Janet y Juan Carlos, contra quienes se ensañó. Lo peor y más cruel de esta tragedia, es que el padre no contento de dispararle al menor de los hijos, de tan solo nueve meses de edad, terminó apuñalándolo. Terminados sus criminales actos, se dirigió al interior de la casa y en un pequeño patio vecino de la habitación donde habían ocurrido los hechos, se hizo dos heridas mortales en el tórax con su mismo puñal terminando por disparar el último proyectil de su pistola en su cabeza.
Los heridos fueron llevados al hospital para prestarles los auxilios necesarios, pero debido a la gravedad de las heridas lamentablemente fallecieron el agresor y los dos niños. Marlene, la esposa, a pesar del disparo en la cabeza logró sobrevivir, aunque desconozco su historia posterior.
Fue la más impresionante tragedia pasional, dada las características presentadas, por la presencia de menores involucrados, situación que no se había visto con anterioridad, como fue el caso similar de la pareja Alvarado – Ramírez ocurrida en 1957 y narrada en estas mismas crónicas.
Gerardo Raynaud D.| gerard.raynaud@gmail.com