El 18 de agosto de 1940 Ana Lucía Marinez entró a la iglesia San José vestida de blanco. Ella no lo recuerda porque apenas tenía cuatro años de nacida. Unos tíos la llevaban allí para bautizarle bajo la religión católica. Ese día, quedaría registrado, tal vez el único documento de Ana Lucía en territorio colombiano.
Aquí en Cúcuta, hizo parte de sus primeros años de vida, hasta que un día, con los 17 años recién cumplidos, decidió pasar la frontera y asentarse en Venezuela. Allí nació de nuevo.
Ana cambió el calor cucuteño por el calor de Maracaibo, en ese entonces epicentro de la industria petrolera en una nación en pleno auge comercial por este recurso no renovable. Comenzó a trabajar en una casa encargándose de las actividades diarias. Enseguida comenzó a reunir dinero y guardar. En ese interín conoció a Rodolfo, un muchacho lugareño, guapo, que trabajaba vendiendo lotería en la Plaza Baralt, una de las más activas de la ciudad.
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La galantería maracucha le permitió a Rodolfo conquistar el corazón de Ana, que se mostraba ya como una mujer hermosa y echada para adelante.Los retoños no tardaron en llegar y la media docena de hijos arrancó con Luisa María, que nació allí en la propia casa que había comprado Ana y que convirtió su nido de amor en un sector popular marabino. Todos vivían allí apretados, pero tranquilos. Rodolfo y Ana levantaron a su familia con necesidades, pero aprovechando en el buen sentido, las oportunidades que brindaba un país como Venezuela.
Ana poco hablaba de su pasado colombiano, tal vez porque le avergonzaba o, de pronto es porque sus padres murieron cuando ella era muy pequeña. Su abuela paterna la cuidó por unos cuatro años hasta que falleció. Siguió su vida con los tíos, al llegar la adolescencia se mudó a Venezuela, dejó ese pasado colombiano atrás.
“Mamá casi no nos hablaba de sus cosas en Colombia. Solo supimos que cuando nuestros abuelos fallecieron la cuidó su abuelita. De mis tíos tampoco sabemos nada. Parece que hubiese hecho un borrado de memoria cuando llegó a Venezuela. Esa ha sido una gran incógnita en la familia y deseamos saber qué pasó, cuáles son nuestros orígenes”, dice Luisa, su hija mayor.
El rastro de Ana Lucía prácticamente se cuenta desde que llegó a Venezuela. La única prueba que tiene de su raíz colombiana es un documento de nacionalización venezolana donde dice que fue bautizada en Cúcuta aquel domingo de agosto, hace casi 81 años, pero no dice donde nació, es decir, Ana Lucía no supo donde vio la luz por primera vez. “Al menos eso era lo que nos decía ella”. Ana se fue con eso a la tumba, murió en Maracaibo en el año 2015.
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“Nos contaba que su abuela le decía que ella era de Cúcuta, pero ella sospechaba que su familia provenía de Bogotá”, dijo Luisa, que cuenta que no tiene quien pueda comprobar ese dato. Rodolfo también estuvo muy ajeno a eso, tampoco conocía del pasado de su mujer. En 2017 murió con muchas preguntas.
Hoy sus hijos quieren saber de ese árbol genealógico, de por varias razones: una, para conocer sus raíces y descubrir de dónde provino Ana Lucía, si tiene familiares vivos. La otra es que en el registro en Maracaibo, entre los datos que deben suministrar para poder gestionar la herencia (la casita que dejó), le exigen el lugar de nacimiento de Ana Lucía.
Pero Luisa no tiene cómo averiguarlo, al menos desde la distancia se le va a hacer bastante difícil. “No sé a dónde ir. Creo que podría ir a la iglesia esa, la San José, a ver si hay algún registro. Pero bueno, la frontera sigue cerrada, tengo que esperar”, dijo pensativa.
Y eso le va a tocar, seguir esperando para conocer un poco más de su historia.
Buscando la familia
Las tardes de pandemia en Venezuela pueden ser muy aburridas. Y más cuando no hay luz. Fernanda María Castillo trata de ahorrar la batería de su celular para que en la noche, pueda enviar un mensaje a su hermana. Quiere contarle algo que le inquieta desde hace meses y que, especialmente esa tarde, le llegó como una gota de lluvia helada a su cabeza. Fernanda ya no quiere tener más excusas, ya no quiere seguir respondiendo: ¿Y por qué no te has ido?
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Ya quiere salir de Maracay, quiere irse corriendo, volando, como sea. Pero ¿cómo hacer? Por eso quiere preguntarle a su hermana Nancy, la mayor, que convivió más con su abuela Constanza.
Llega la noche y con ella la luz eléctrica. El celular de Fernanda está vivo luego del apagón. Lo primero que hace es agarrarlo para escribir:
-Hermana, necesito hablarte, me quiero ir a Colombia, pero no quiero hacerlo así a lo loco.
-¿Cómo así?
-Que me quiero ir Nancy, esto no se aguanta ya. Pero quiero saber cómo puedo hacer para averiguar sobre la familia que tenemos por allá, ¿será que se puede?
-Bueno, piénsalo bien porque eso no se puede tomar así a la ligera. ¿Bueno, y qué quieres saber?
-Pues sobre la familia allá, la que nos contaba abuela Constanza que podría vivir cerca de Cúcuta. A ver si de pronto me pueden recibir.
-Ay no sé Fernanda, es que nosotros no conocemos a esa gente. No sabemos si existen.
-No importa, es para ver si por lo menos guían a uno, tal vez para un trabajo o lo que sea. ¿Voy para tu casa?Sí, dale, ven y aquí hablamos.
La abuela Constanza tiene ese nombre porque su mamá, Teresa, trabajaba en una casa donde vivían unos italianos, allá en Caracas, y su hija mayor se llamaba así. Entonces cuando nació, le puso igual. Teresa, salió de un pueblo cerca del Catatumbo, llamado La Gabarra. Teresa quedó embarazada de un señor que se llama César pero que solo vio una noche. Así que embarazada, huyó a Venezuela. Con el bebé en su vientre halló el trabajo.
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Repentinamente Teresa se alejó de sus raíces colombianas y poco le contó a Constanza sobre su familia. Ese hilo se perdió. Murió en los años 80 luego de contraer cáncer, más nunca regresó a su país natal.
Fernanda hoy quiere retomar ese hilo buscando un poco sus raíces, para saber quiénes son sus primos, si tiene todavía tías vivas y ver si tiene oportunidad de un nuevo comienzo, en otro país, justamente como lo hizo su bisabuela Teresa.
El problema es que no sé cómo, ni siquiera sé exactamente dónde puedan estar. Me voy a lanzar el viaje a Cúcuta, tal vez los encuentre.
Dale hermana, te vas tú primero y yo luego, te sigo.
*Los nombres en esta crónica fueron modificados.
Rafael David Sulbarán | La Opinión