Cada vez que la patrullera Alejandra Gutiérrez va a alimentar a algún recién nacido, la mirada se le nubla, y su pensamiento viaja los 1.206 kilómetros que separan a Mocoa de Cúcuta.
Busca en los ojos del bebé algo que la asemeje a su pequeña Saray Aanisa, de 3 meses, y le calme el anhelo de tenerla cerca.
Desde hace 10 días, tiempo que para ella ha sido eterno, se separó de la bebé luego de que la avalancha arrasó buena parte de Mocoa, donde vivían madre, hija, y el padre, Edinsson Giovanni Garnica.
“Sentimos un estruendo y nos asomamos por el balcón”, recuerda Garnica. “Era la 1 de la madrugada y las calles parecían ríos... Hasta entonces, no sabíamos la magnitud de la tragedia”.
Dós días antes había terminado la licencia de maternidad, y Gutiérrez se había reincorporado a la Policía de Putumayo.
Mocoa, la escueta capital, no tenía ni agua ni electricidad, y toneladas de lodo y escombros recubrían las calles y una fetidez insoportable lo impregnaba todo tras el desbordamiento de los ríos Mocoa, Sangoyaco y Mulatos.
Aunque su barrio, El Dorado, quedó intacto, y solo se percató de la magnitud de la tragedia en la mañana del 1 de abril, Gutiérrez y su esposo cucuteño tuvieron que enviar a la nena en un vuelo de apoyo, para protegerla de enfermedades que pudieran surgir de la insalubridad en la zona trágica. Hoy, Saray está con su abuela Mireya Mejía en Cúcuta.
Sentido social
Estar sin su hija no impidió que Gutiérrez siguiera produciendo leche. Por instinto y para evitar la mastitis, por albergues y calles del destrozado pueblo empezó a buscar bebés para amamantarlos.
Primero tuvo entre sus brazos un bebé de cuatro días que fue separado de su madre cuando la remitieron a un hospital de Pasto. La patrullera le dio de su pecho en un rincón de un albergue, en medio del olor a lodo que todo lo inunda.
Luego amamantó a otro bebé de 3 meses y siguió en su búsqueda. Incluso, en su cuenta de Facebook ofreció su servicio de nodriza.
“Solo quise ayudar... Pensaba que así como mi hija iba a estar sin lactar, acá había decenas de niños que estaban en similares condiciones”, explica Gutiérrez.
Confiesa que todas la noches llora por su niña, ya que es la primera vez que se aleja de ella, pero sigue firme en Mocoa, amamantando bebés que lo perdieron todo.
La alienta saber que en Cúcuta, donde nació hace tres meses, Saray está mucho mejor que allá.
“Es muy doloroso ver cómo el lugar en el que creciste se hizo nada, cómo personas a las que saludaste el día anterior, quedaron sepultadas en sus casas”, explica.
La imagen que más la ha marcado estos 12 días es la de una mujer embarazada a la que algo la golpeó y la hizo expulsar a su bebé. Ambos murieron.
El lado más amable
Edinsson Giovanni Garníca Mejía lleva como patrullero en Mocoa 3 de sus 24 años. Allí conoció Alejandra Gutiérrez y se enamoró de ella y de la ciudad y la calidez de su gente, por lo que siente esta tragedia como suya.
En medio del dolor de perder a amigos y conocidos, cada día madruga para, a su modo, pintar de esperanza y alegría los rostros de decenas de niños de los albergues.
Con peluca de colores, pantalón bombacho, y el rostro pintarrajeado, se inventa chistes y ejecuta maromas para hacer reír al público y mitigar de alguna forma su dolor.
Su misión es hacer que al menos por unos dos minutos los niños olviden que ahora están solos y sin nada por razón de la naturaleza.
Los hechos que más lo han marcado estos días han sido encontrar a una mujer embarazada muerta y enterrada en el lodo, y saber que la avalancha le arrebató la familia a un compañero policía y le impidió conocer a su hija, a un mes de nacer.
Cuando cae el sol, Garnica termina su labor en los albergues y vuelve a ponerse el uniforme para ayudar a descargar los camiones que llegan con víveres y ayudas.
Aunque muchas veces los turnos son de casi 20 horas, el cansancio no le gana, y saca fuerzas de todos lados para seguir en pie.
Está seguro de que volverá a tener cerca a su Saray, y esto lo motiva. Alejandra lo acompaña hasta el último minuto. A ella no le gusta llegar sola a una casa sola.
Viven a escasos metros del comando policial. Pero después de las 11 p.m., allí también todo es oscuridad. A esa hora apagan las plantas eléctricas que abastecen temporalmente a la ciudad fantasma.
“Mocoa de noche es muy solo y frío”, relata el duro policía que se reblandece con las sonrisas que arranca de los niños tristes. “En el ambiente se perciben el dolor y la incertidumbre... Tenemos miedo de dormir y que se repita la tragedia. Cuando llueve, hay pánico... tendrá que pasar mucho tiempo para que vuelva la tranquilidad que se ahogó”.
Después de su sacrificio silencioso, Garnica y Gutiérrez esperan por el día en que le contarán a su Saray que tuvieron que compartir la leche y las sonrisas y las caricias que eran de ella, con niños a los que la vida no les perdonó ser pobres en una ciudad de barriadas miserables a las que la naturaleza embravecida prefirió borrar. Pero saben que ella entenderá...
El general Alejandro Bustamante, comandante de la Región N°2 de Policía, elogió a los dos policías y dijo que “estos esposos son gran ejemplo para el país, pues no solo los une el amor sino el servicio y las ganas de ayudar al que más lo necesita, sin pedir nada a cambio”, agregó.
Otros 55 policías damnificados, trabajan junto a la pareja.