La luna refleja la pausa universal de las horas, una hondura que se asoma al infinito con el pensamiento limpio y convoca a las estrellas a un maravilloso testimonio de timidez, ante la magia del espectáculo.
La vida y la muerte se inscriben en ella y parece que mostrara los susurros de los viejos recuerdos, en una ceremonia discreta de lo bonito que aún preside la nostalgia buena y uno no siempre ve, por estar perdido en la maraña de la vanidad y dejar fugar la ternura.
Entonces ocurre eso que nadie imagina, que parece iluso y sólo saben narrar los poetas: se desmayan las flores, o aparece un beso con forma de brisa en el silencio blanco del rocío, o las gotas de la lluvia poseen un encanto que va regando el olvido lentamente, o el horizonte se llena de marea.
La naturaleza sublima el amor y la paz crece para mirar ese mundo íntimo que se desborda en las emociones, felices o tristes, no importa, que se inician en la madrugada con la mansedumbre de la luz, hasta que en la tarde se asoman, a ver si las deja acostarse al lado del crepúsculo del sueño.
Depende de cómo uno la mire, la luna adquiere elocuencia, se vuelve de papel a los que no saben soñar, o un combo de luces para los románticos y, según se la sienta, dibuja una menor o mayor lejanía al corazón.
Cuando se ilumina de fases, se cruzan las rutas de las golondrinas y un camino de colores dulcifica el tiempo azul para proteger los sentimientos: se abren surtidores de ilusiones para contar de pájaros el jardín.