Las tradiciones se resbalaban de los sueños, como gotas de un encanto elemental que permitía a la ingenuidad hacerse armoniosa, austera y sensata, para apreciar mejor la belleza de la vida.
Aquel cuadro de fábula que pintaban los niños en acuarela, el padre y la madre de su mano, el perro, el árbol, el caminito, el río y la cocina humeante, todo bajo un cielo azul, era una maravillosa obra de ternura.
La vida doméstica de antaño, tan bonita, contenía un propósito que atraía los duendes buenos para protegerla, para dotarla de costumbres centradas en la veracidad de los afectos sencillos, en un escenario propicio para el homenaje al respeto y la consideración de los principios del honor -la esencia del valor de la casa-, de la educación, la comunicación y el orden, como la siembra natural de la familia y, por supuesto, de la sociedad.
Las rutas del cariño necesitan converger, otra vez, a la casa, escuchar el eco de aquellas conversaciones agradables y frescas, como los gajos que se colgaban de las matas y sonaban con rumores de esperanza en los picos de los pájaros.
Ojalá el destino nos permita comenzar, con el corazón vibrante, el rescate, dibujar un sendero de luz, para reflejar el tiempo del retorno a los fundamentos familiares como un fin en sí mismos.
Así, esta nostalgia buena que cuento, habrá quedado compensada en nuestras querencias, se sentará con nosotros en el balcón, abierta a los recuerdos gratos, junto a las estrellas. ¿Por qué no escuchar su voz invisible?