Uno protege los sueños viejos, para que aparezcan como un presentimiento nuevo, con alas de mariposas que siembran el tiempo de bondades y guardan lo que no se puede olvidar.
Esa inquietud bonita de acercarse reverentemente a la vida, en paseos al corazón, con estaciones de esperanza, refleja el valor sentimental que queda, después de que se va agotando lo superficial.
Entonces los recuerdos cumplen su misión de centellear, para traslucir una lucidez mental capaz de admitir, puras, las emociones, asomarse a la ternura y alimentar la libertad del espíritu acurrucando lunas, o soles.
Y vuelven la intuición, el presentimiento, la ingenuidad, aquellas cosas que fueron aves de paso de los encuentros felices con la imaginación, tan personales que no poseen vocabulario (son inefables).
Es que las sensaciones, las de verdad, se aquilatan en la timidez que deja escapar lo que, antes, había sido negado al silencio, cuando el destino se trepa en la canción rumorosa que se duerme sabia.
El tiempo retorna, siempre, a la misma huella, a la certeza de un buen vivir, y se va depurando con estrellas que se yerguen airosas, en ese silencio grato que habla con el alma cuando uno se vuelve luz.
Es un reflejo luminoso de la pasión pura, la que preserva, después de los años, el arroyo borboteado de metáforas para partir y sentirse lejos, o para regresar y recogerse en una dimensión de caracol, en una baba deliciosa que se llena de blancura con los pensamientos buenos.