En Colombia, si no se le pierde el miedo a la gente para escucharla, para respetar y apoyar sus planteamientos, reconociéndoles su derecho y su competencia para que sin intermediarios puedan definir aspectos fundamentales de su vida, la de los suyos, la de su comunidad, no se saldrá de esta reedición de la Patria Boba en la cual llevamos sumidos por años, donde mucho se habla y poco se ejecuta mientras que las realidades que de verdad cuentan se mueven debajo de la mesa en medio de un día a día plagado de declaraciones altisonantes, cuando no francamente falsas, que generan confusión e incapacidad para la necesaria movilización de voluntades hacia metas de futuro compartidas.
En Colombia y podría decirse sin exageración que en el mundo, la política como se conoce desde hace casi siglo y medio, está en crisis. Llega a su fin el reinado del político de oficio dedicado a los tejemanejes y arreglos para su beneficio electoral, a espaldas de las necesidades ciudadanas. Ha sido el principal actor en la democracia representativa, quien por el voto ciudadano reemplaza (?representa?) al ciudadano en el ejercicio de sus derechos ciudadanos. Se está en el trance de dejar atrás una modernidad hija de la era de las revoluciones liberales de la Ilustración de finales del siglo XVIII para acercarnos a otra modernidad, la de Grecia que dio nacimiento a la democracia en Occidente cuando Aristóteles reivindicó la naturaleza social de los hombres. Era la democracia directa ejercida públicamente en el ágora por los ciudadanos en su condición de hombres libres, donde imperaba el poder ciudadano desarrollado en el ámbito acotado del escenario de vida de esos ciudadanos, la ciudad.
Esos rasgos de la democracia original, recuperan su vigencia cuando crece el reclamo y la necesidad para que sea de las personas, de los ciudadanos que dependan directamente y sin intermediaciones, las iniciativas y decisiones que les garanticen alcanzar las condiciones y posibilidades de vida y de progreso. Las formas de democracia directa que empiezan a buscar su espacio y reconocimiento, son indispensables para salir de la patria boba y simultáneamente cerrarles el paso a líderes carismáticos y mesiánicos de derecha y de izquierda, que pretenden abrogarse el derecho de definir qué es lo que sus compatriotas quieren y cómo se deben comportar.
En Colombia y especialmente en su mundo rural o en comunidades urbanizadas pero que mantienen vivo su alma rural, han sido fundamentales las juntas de acción comunal, a pesar de su desprestigio originado en su captura por intereses clientelares. Pero ahí siguen vivas y coleando. Son más de 64.000 juntas con 7 millones de afiliados; cerca del 30% de la infraestructura especialmente rural ? vías terciarias, acueductos, escuelas, salones comunales? - ha sido construida, planeada o gestionada por las juntas, según lo reconoce un CONPES del pasado mes de Diciembre. No es gratuito que en la violencia rural pasada y actual, sus dirigentes y voceros han puesto un número significativo de víctimas, sobre todo cuando lideran procesos con arraigo comunitario para salir de la trampa de los narcocultivos y establecer actividades productivas legales de base comunitaria. Tampoco es gratuito que en la base u origen de las zonas de reserva campesina generalmente se encuentra la correspondiente junta de acción comunal.
Son este tipo de organizaciones, de experiencia y de formas de trabajo las que servirán, empiezan a servir ya, para la transformación de la política, de la democracia y del quehacer ciudadano. La semilla está sembrada desde hace sesenta años, y le llegó la hora de liberarse de la maleza clientelista para consolidarse y dar sus frutos. Un tema que merece un análisis en esta antesala de las elecciones de los representantes de los ciudadanos en los gobiernos territoriales.