El año 2017 fue el del destape del acoso sexual. El escándalo empezó con la denuncia pública de varias actrices contra Harvey Weinstein, el empresario más poderoso de Hollywood. El hombre cayó estrepitosamente de su elevado pedestal. Detrás de él cayeron en los mismos Estados Unidos directores de influyentes diarios, músicos, actores y conductores de programas, y resultaron salpicados honorables senadores, respetados ministros, magnates de todos lados, y hasta el presidente Donald Trump. Las féminas los acusaron de haberse aprovechado de ellas como requisito para lanzarlas al estrellato en el mundo de la farándula y sostenerlas, o simplemente para darles empleo. Todo, según su queja, iba desde las propuestas indecentes y el manoseo hasta la violación.
La avalancha se extendió y llovieron revelaciones de todo el planeta Tierra. En consecuencia, a los acosadores los tienen acorralados, pagan escondederos a peso y niegan a pie juntillo que hayan ofendido el pudor y la libertad femeninos; aducen que todo ello es falso, que son calumnias, a veces malentendidos o también deseos de figuración porque ser acosada por un tipo importante da caché. Ya hay campañas en las redes sociales y demás medios de comunicación alentando a las mujeres a que denuncien a los acosadores. Y las denuncias no paran.
Por supuesto que todo acto que lesione la dignidad de la mujer y su autonomía sexual debe ser castigado severamente. Siendo un ser humano como el varón, merece por ese solo concepto inmenso respeto. Y su condición de mujer, de ser especial que Dios puso para preservar la especie, aumenta la consideración y la veneración que se le debe.
Sin embargo, yo tengo un pero. Opino que esto está pasando de castaño oscuro. Creo que se llegó al radicalismo. Porque ya el mirar a una mujer detenidamente con admiración puede tomarse como un acoso sexual, o lanzarle un piropo que subjetivamente a ella no le parezca puede ser motivo de denuncia penal.
¿Por ese extremismo se va a acabar el enamoramiento? ¿El romanticismo? ¿Habrá que condenar a la hoguera a los poetas que le cantaron a la mujer nombrando sus senos y sus curvas encantadoras, como lo hizo Porfirio Barba Jacob en la Canción de la vida profunda? (“tras de ceñir un talle y acariciar un seno, la redondez de un fruto nos vuelve a estremecer”). No se diga del maestro García Márquez, maestro en la descripción de la anatomía de la hembra, fascinado siempre con las tetas enormes.
Como están las cosas, los hombres tendremos que abstenernos de alabar la belleza femenina, y sin duda que corren peligro aquellos a quienes pillen mirándoles sus atributos, que a veces saltan a la vista. ¿Cómo hacemos para no mirar?
¡No exageren, señoras! ¡Cálmense! ¡Relájense!