Este refrán ya no es tan cierto. Decían los viejos “Agua que no has de beber, déjala correr”, porque todo el mundo iba al río, a la quebrada o a la toma en busca de agua. En nuestros pueblos y ciudades pequeñas, no existían los acueductos, de manera que en ollas, baldes o calabazos se recogía agua pura, fresca, que bajaba de la montaña, para tomarla y para preparar los alimentos. Se tomaba la necesaria y la demás se dejaba seguir su curso.
Al ponerse de moda los acueductos, el agua empezó a venderse. A volverse un artículo de lujo. Se volvió un negocio vender agua. Entonces no hay que dejarla correr. Los empresarios del agua la acaparan, la almacenan, la distribuyen y la venden a su antojo, al precio que quieren. Si la dejan correr, cañada abajo, se les escapan las ganancias. Por eso los ríos de ahora bajan secos, mermados. Por el acaparamiento del agua. Arriba. En los tanques inmensos.
El que la compra, el que usa la que le llega por la tubería, tampoco la deja correr, porque hay un medidor que marca el consumo en metros cúbicos y cada metro es costoso.
Antes había otro refrán que también perdió vigencia: “Un cigarrillo, un vaso de agua y la Cruz de Boyacá no se le niegan a nadie”. Hoy nadie regala un cigarrillo, nadie regala un vaso de agua y la famosa condecoración nacional parece que también sale costosa.
Uno no se explica por qué, siendo el agua un producido de la naturaleza, haya que pagar por ella. Es como si nos cobraran el aire que respiramos, o el sol que recibimos, o la luz que nos da la luna. Pero para allá vamos. Todo se ha vuelto un negocio. Venden oxígeno en bombonas. Venden energía solar. Y hasta el tiempo lo venden. ¿Acaso no hemos visto carteles en la calle con el anuncio de que “se venden minutos”?
Conocí en mi pueblo de infancia a un señor que sembraba agua. Yo fui testigo. Lo vi con estos ojitos que se han de comer los gusanos. Se llamaba Cecilio Luna y tenía una casa con un solar inmenso que iba de una calle a la otra calle. Un día don Cecilio hizo un hueco en el solar, al pie de un guásimo, frondoso y de raíces gruesas. “Venga pa´que aprenda cómo se siembra agua”, me dijo. Yo era de la vecindad.
Tomó un calabazo grande y verde, al que le había sacado las tripas y había dejado varias noches al sereno. Le echó un chorro de azogue (después supe que el azogue es el mismo mercurio, ese cuya composición me dio tanta guerra en clases de química), y lo llenó de agua y raíces de grama. Después de varios meses, ocho o diez, empezó a salir un diminuto hilillo de agua, metros abajo del guásimo. “Venga pa´que vea cómo nació el agua”, me volvió a llamar don Cecilio. El hombre hizo un pequeño pozo y allí había agua pura, cristalina, para el consumo de las familias que allí vivían. No hubo un río caudaloso, pero sí un arroyito, del que se sacaba el agua necesaria y el resto se dejaba correr, como decía el refrán.
Yo no sé si a alguna autoridad se le ocurra sembrar calabazos con azogue para que nazca y abunde el agua, ahora que se anuncian grandes sequías en el universo entero. Podría ser. Y de paso le daríamos vida otra vez al refrán que aconseja dejar pasar lo que no nos sirve.
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