Tejer era un oficio bello, trasmitía placidez, serenidad, ternura, en fin, sabía a abuela, o a madre, a la mejor conversación con el silencio o a un poema que apuntaba las agujas para conversar con la nostalgia.
Y bordar, una bondad de los sueños que se sembraban con paciencia para adornar un tejido, complementar ese entrelazado de agujetas que pasaban por los hilos repetidamente y se llenaban de colores y de arte.
En las casas de antes esas labores del hogar constituían una dimensión espiritual que daba paso a las emociones bonitas y a la querencia de los valores, en un ambiente armonioso que tupía las tristezas con una esperanza restauradora, así como un amanecer abre a la luz.
De seguro, los espíritus tejedores o bordadores hallaban grato rondar por ahí, para seguir la ruta sabia del tiempo y contagiar de maravillosa lentitud los actos humanos, en una antesala que inspirara a la fantasía.
Esos fragmentos de la educación casera enseñaban respeto, apego por los deberes, y grababan en el corazón de los hijos el amor por la patria, la nobleza y la obediencia a los mayores: se cultivaba la familia y la vida se volvía un hábito de suspiros agradables, una lección de sensatez y humanismo.
Corolario: Entonces era más fácil la alegría, se gozaban los encuentros y se añoraban con cariño las ausencias, porque se aprendía a sentir una felicidad natural, a congregarse en torno a la exquisita sencillez, a sacar las sillas al antejardín en la tarde para tomar el fresco y aromar el alma.