El alma es como el consejo de un abuelo, o la música lejana detrás del viento, o el eco de voces errantes que pueden contar ilusiones y depositarlas en sus rincones más íntimos.
Su mayor encanto es la intrepidez, esa forma de mostrarse arriesgada frente a un suspiro, o una madrugada; entonces todo es posible para ella y, apenas comienza a asomarse al infinito, despliega su magia.
De manera que si uno aprende a intuir dónde está, en cada momento, y adivina su condición viajera, abre la puerta a esa dimensión sobrenatural capaz de revolucionar la espiritualidad.
El alma se vuelve itinerante en las ideas, se trepa en el lomo de una nube y sale al universo, donde no existen limitaciones al tiempo ni al espacio y la luz se hace inspiración para mostrar la ruta de colores de la eternidad.
Los pobres humanos no hemos podido hallar su refugio: a veces la creemos lejos, pero mira bondadosa y compasiva nuestra fragilidad; otras, muy cerquita, porque es un asomo de paz en torno a los sentimientos.
La verdad es que se halla colgada de esa estrella individual –única- que no crea el camino, sólo lo refleja y lo envuelve en la sombra de un afecto, o en aquella fragancia que huele al amor.
En la casa interior, el alma se sienta solita en un remanso a esperar la tarde, en una placidez tal, que el tiempo circular gira en silencio y se pliega al recuerdo de la ternura en una mecedora de esas viejas.