Nadie sabe, a ciencia cierta, quién inventó la arepa ocañera. Los expertos en asuntos culinarios y los historiadores se conforman con decir que la arepa ocañera es la mezcla de dos culturas: la de los indígenas, que consumían maíz a toda hora y en diversas preparaciones, de chicha pa´rriba, y la cultura de los españoles que sabían hacer tortas o arepas.
No, señores. A otro perro con ese hueso. Hacer arepa ocañera no es simplemente moler maíz, darle forma de arepa y meterla al fogón.
Primero que todo se necesita una riqueza de espíritu, una insuperable dosis de amor y unas manos prodigiosas. El maíz blanco debe ser seleccionado y sometido a un proceso de preparación para hacer la masa. Sólo masa. No se le echa sal, ni condimento alguno. Y ahí empieza el secreto. ¿Cómo es posible que una bola de maíz molido, amasada en las manos, tenga ese toque especial que hace inconfundible su sabor?
Tal vez el agua con que las señoras adoban la masa tenga algo que ver. Es agua pura, de la que baja de la montaña milagrosa, agua que sana dolencias, calma apetitos y endulza la vida. La técnica del amasijo, entre las manos suaves y hermosas de la mujer ocañera, infunde un halo de gusto indescriptible. La arepa, blanca y redonda pero cruda, no se coloca sobre plato alguno, ni bandeja ni olla. Se le deja reposar, antes del fuego, sobre hojas de plátano, recién cortadas.
Dicen que cada arepa tiene su tiesto, lo que parece ser muy cierto en este caso. Para la arepa ocañera, no sirve cualquier tiesto, ni de lata ni de aluminio. Debe ser tiesto de barro autóctono, de arcilla pura, de la que sólo se da en los tejares que rodean la villa, barro que cobra vida en la mano del artesano, igual que en el Paraíso, del que nos habla la Biblia.
En tiesto de barro, sobre las llamas, la arepa empieza a dorarse y a contorsionarse de placer, como mujer en lecho de amor. En cierto punto, que sólo lo sabe la cocinera del momento, se saca la arepa del tiesto y entonces viene el ritual del beso: la señora abre suave y delicadamente un pequeño orificio sobre la piel blanda de la arepa, le acerca los labios y le infunde un soplo de vida. La arepa se estremece y se entrega sin vacilación alguna. ¡Lo que logra un beso ardiente!
El “pellejo” se levanta con el soplo, y a la arepa se le coloca en el rescoldo, parada alrededor del fuego, sostenida con las mismas piedras del fogón. (Sea el momento para decir que no cualquier fogón sirve para hacer arepa ocañera. Debe ser hecho con piedras pulidas, traídas del Algodonal, y ardientes brasas de leña, de árboles cortados arriba en Torcoroma, o por los lados de Pueblo Nuevo, o más allá del Hatillo, detrás de Cristo Rey).
Por el agujero tentador del beso, se introduce más tarde el queso rallado, costeño, salado, que le infunde el extraordinario sabor que la caracteriza.
Calientita, dorada, provocativa en su desnudez, la arepa se sirve con café negro. Y entonces la delicia de la vida se hace realidad. Y uno entiende por qué la arepa ocañera, la mujer ocañera y la virgen de Torcoroma constituyen el trípode que sostiene el nombre de Ocaña a través de los años.
Ruego a Jesús Cautivo que jamás la arepa ocañera caiga de su pedestal, como cayó Francisco Fernández de Contreras, un medio día aciago, de cuyo nombre es mejor no acordarnos.
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