Doña Jesusa tenía una sonrisa hermosa, tímida, como de medio lado -de lo sencilla que era- y, tan grata, como si una golondrina se quisiera escapar de la pajarera que guardaba en el alma.
Porque venía del campo, que era Pamplona, y traía en sus entrañas ese modelo de mujer candorosa, hacedora de costumbres y dispuesta a la crianza noble, esa que trasmite una tradición de sueños buenos.
En sus manos siempre había trastos, ollas, quehaceres, y unas ganas inmensas de engrandecer todo lo de la casa, para consentir a sus hijos y a los nietos que fueron naciendo, alrededor de su enagua, con el amor a la nona cantando su esperanza.
Había un gran árbol en La Rinconada, sombreado con las gracias de los carpinteros, los canarios y los pichones que tejían en los nidos una nostalgia igual a la de ella, con las travesuras de las ardillas, que trepaban ágiles para contarle cosas de esas ingenuas que se imaginaba mientras tupía, o cosía, o esperaba que los hervores cumplieran su tiempo.
Al arrullo de su hogar creció el mío, al frente, con las burbujas de las ilusiones brotando entre las manos de Marta y de mis hijos y una gratitud de vecindad que, aún hoy, cultivan desde la distancia con el afecto en el corazón.
Por eso las Gómez son así, como la bondad de Gilma, o la calidez de Olga, como la escuela de niños que tenía Gloria en los ojos y como toda la hidalguía que se hizo patrimonio en una familia bonita.