Cuando creíamos que el malparado virus, que llegó del infierno a causar estragos entre nosotros, se había calmado o por lo menos había hecho una tregua en su accionar asesino, nos llega desde San Cristóbal la infausta noticia de que el amigo y académico José Ernesto Becerra Golindano había caído ante el cobarde zarpazo del animalejo. Y no asimilábamos aún la partida de Ernesto, cuando nos llega otra información: el deceso de Mario Villamizar Suárez.
La pelona no se detiene. Y ha sido dura con la Academia de Historia de Norte de Santander pues en poco tiempo se ha llevado a varios de nuestros más ilustres miembros. Desde cuando apareció la pandemia dejaron de acompañarnos físicamente, entre otros, el médico Ramiro Calderón Tarazona, el padre Eloy Mora Peñaranda, el escritor Guido Pérez Arévalo, el cronista Carlos Eduardo Orduz, el ilustre abogado Ángel Samuel Sierra, el inolvidable Luis Eduardo Lobo Carvajalino y ahora Ernesto y Mario.
Tal vez todos no se fueron a causa del virus, pero lo cierto es que, en mayor o menor grado, todos hemos sido víctimas de esa plaga. El enemigo acecha (aguaita, decimos en Las Mercedes) y en el momento menos pensado echa el guante.
Ernesto Becerra Golindano, ciudadano venezolano, vivía en Táriba, al lado de San Cristóbal, pero para él la frontera era cuestión de palabras y conveniencias. Decía, con el escritor venezolano Pedro Pablo Paredes, que la frontera es una línea imaginaria que debe servir para unir y no para separar. Mario Villamizar Suárez, pamplonés, radicado en Cúcuta, era de la misma opinión. Por eso se preocupaba por hacer obras para los dos países. Se le midió al puente de tienditas, que no logró ver en funcionamiento, y estaba haciendo estudios sobre un malecón a orillas del fronterizo río Táchira.
Ernesto fue presidente de la Academia de Historia del Táchira y miembro de las academias colombianas de Boyacá y Norte de Santander. Mario era vicepresidente de Norte de Santander, cargo al que llegó poniéndole ganas, verraquera y empuje, y miembro también de otras academias y centros de historia.
Ambos, Mario Villamizar y Ernesto Becerra fueron internacionalistas estudiosos. Becerra sabía más de historia de Colombia que muchos colombianos, y Mario se paseaba por las páginas de la historia universal como Pedro por su casa.
Dicen que no hay muerto malo, porque a todos los muertos se les echan flores. Pero, pese al refrán, yo digo en voz alta que Mario Villamizar y Ernesto Becerra, nuestros compañeros académicos, eran buena gente, tal cual. En ocasiones, Mario por fuera daba la sensación de ser hosco y chambón, pero con sólo acercársele, uno se daba cuenta de la calidad humana, sencillez y bonhomía que llevaba por dentro. Ernesto se convirtió en uno de mis grandes amigos, hablábamos varias veces a la semana, a veces hasta altas horas de la noche. Digo hablábamos, pero en realidad nos escribíamos por wassap, Táriba – Cúcuta y viceversa. Tal vez nos acercaba el buen humor y los chispazos que le ponía a todo tema. A veces resultábamos improvisando coplas rimadas, mamando gallo, en el buen sentido de la palabra. Con Mario más de una vez compartimos onces sabrosas, comiendo pan, queso y café negro, hablando de la Academia.
Me dolió la muerte de ambos, cercanos a mi corazón y a mis gustos literarios. Por coincidencia se fueron con pocas horas de diferencia. Ahora pienso que en el cielo los académicos que se nos adelantaron, harán su propia Academia. Y Mario podría pasar de vicepresidente en la tierra a presidente en el cielo.
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