Una confluencia de factores hizo que la pasada Semana Santa la pasara en mi casa. Claro, todos los factores concluían en que no había con que viajar. Pero aproveché para actualizarme en series de Netflix y encontré una serie turca, “Kurt Seyit y Sura, amor en guerra”, producida a partir de un par de libros de la escritora turca Nermin Bezmen, quien relata, en forma de novela, las vivencias de sus abuelos, en una de las épocas más convulsionadas del planeta, la segunda década del siglo XX, y en dos de las ciudades centro de esta convulsión, que además son de las más bellas e históricas del planeta: San Petersburgo en Rusia y Estambul en Turquía. La primera, la joya rusa de Pedro el grande, construida para rivalizar con las grandes urbes europeas, y a fe que lo hace, y Estambul la ciudad entre Europa y Asia, la antigua Constantinopla, capital de cuatro imperios, incluyendo el Bizantino que duró mil años y el Otomano que duró cerca de siete siglos. La producción hace recordar la célebre película doctor Zhivago y su ambientación, fotografía y vestuario dan un aire romántico a la serie, sobre un fondo de destrucción y muerte.
El período histórico que atraviesan los protagonistas en desarrollo de su relación, un oficial ruso de la guardia del zar, de origen turco (familia en Crimea) y una joven de la nobleza rusa, va desde la primera Guerra Mundial pasando por la revolución bolchevique de octubre (que dio origen a la Unión Soviética) y llegando hasta la lucha de Ataturk en Turquía por eliminar el coloniaje británico, que dio origen a la actual república turca. Como sucede muchas veces, incluso por estos lares, lo avanzado por Ataturk en occidentalización, hoy quiere reversarlo Erdogan, apelando a cambiar un “articulito” de la Constitución.
Con la primera Guerra Mundial se origina uno de los mayores cambios históricos de la sociedad humana: todos los imperios y casas reales, que venían de siglos atrás, desaparecen o quedan heridos. Entre los primeros están el imperio Otomano, el imperio ruso, el imperio Austro-Húngaro y el imperio Manchú en China, mientras que entre los segundos está el imperio británico y el trono del Crisantemo en Japón. Siglos de historias reales cayeron ante la furia de la guerra y surgió la primera revolución comunista en Rusia, a la cuál seguiría la China.
Como lo muestra la serie, es impactante para los seres humanos, de golpe, quedar sin país como los rusos blancos u ocupados como los orgullosos turcos, y ante estas realidades, cada quien se ajusta según su propia condición humana: ángel o demonio, héroe o villano. Solo basta mirar más allá de los puentes internacionales para comprobarlo. Es normal que la mayoría de la gente no sienta los cambios históricos, por lo cual estos se representan como cambios súbitos y repentinos que ponen todo patas arriba. Y es también normal querer apelar a fórmulas pasadas sin ajustar, para resolver las angustias del cambio. Eso se relata en la serie cuando los ejércitos blancos del zar luchan contra la revolución desde Crimea, pero sin cambiar nada del antiguo régimen; obviamente, la historia los borró.
Hoy, a 100 años de aquella época, estamos nuevamente en un mundo en desequilibrio, que muchos quieren solucionar con fórmulas de la guerra fría, centrada en Europa, en el marco de una ideologización brutal. El mundo multilateral surgido de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, hoy no responde a una realidad que está volviendo al bilateralismo en un mundo ya no eurocentrado, que requiere nuevas fórmulas. Para quienes estamos en esta parte andina del mundo, nunca central en los cambios históricos mundiales por hallarnos ocupados en destruir nuestras instituciones, también va a ser sorpresivo el cambio que debe venir por las buenas o por las malas. El problema es que por las malas duele más, como lo va a comprobar Santos con su nuevo amigo Trump.