Un telón de fondo no es tan trivial como uno se lo imagina, aislando escenarios y tiempos; puede ser una cortina del gran sueño eterno, un compromiso del porvenir, que es tan breve como una soledad bonita.
En sus curvas recogidas se gestan los recuerdos, las palabras sin pronunciar que no se atreven a salir, porque sólo asoman a los ojos y los vuelven luminosos, o tristes.
Guardan ellas, además, una serie de sombras que tienen la misión de circular, de tarde en tarde, por las manchas de las ilusiones, pasear por los lazos de colores que se anudan en las campanas del corazón e imitar el viejo canto del destino.
Cuando se corra por última vez, hará saltar el horizonte hasta la línea pura que ya no se esfuma, que se engarza en la pérgola colgada al final de la vida, con las emociones guardadas en las arrugas del viento.
Entonces se sabrá que el secreto estaba en interpretar los momentos sublimes, o en comprender la totalidad que encierran los colores del arco iris, o cómo es la olla en la que se depositan, majestuosos, en su descenso…cosas así.
Los ritmos de la vida se tornan generosos cuando se deslizan de la superficialidad y se animan a ascender a la colina del universo, a pensar en los poros abiertos de la nostalgia y a hacerlos primera persona, en este drama tan vacío de verbos.
Los días no tienen futuro si no se asumen con dignidad, si no se le pide a algún pájaro que haga una avanzada (a priori) y anuncie el límite necesario para ingresar al mito, para transformar la mirada hasta llegar a ser testimonio de la apertura del alma a las bondades del pudor crepuscular.