Según la Constitución, la democracia colombiana –cuyas deformaciones, como la corrupción electoral, la convierten en rey de burlas– tiene como elemento fundamental la independencia y separación de los poderes –Ejecutivo, Legislativo y Judicial–, principio según el cual ninguno puede ser sometido por otro.
Que sea corriente que el poder Ejecutivo –el de la chequera y el de mayor poder político– presione o someta a los otros, no le resta importancia a la teoría, cuyo menoscabo empeora el autoritarismo.
Lo clave del tema lo señala el Artículo 16 de la Carta de los Derechos del Hombre y el Ciudadano (1789): “Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no es asegurada, ni la separación de los poderes determinada, no tiene Constitución”. Palabras mayores.
Si bien la separación de los poderes aparece consagrada por la Constitución de 1886, en su vigencia, sobre todo en el Frente Nacional, el Ejecutivo controló al Judicial a través de mecanismos como que el gobierno definía a su antojo el presupuesto de la Justicia, creaba o cerraba despachos judiciales, nombraba a los jueces por solo dos años y no les garantizaba la estabilidad laboral, la primera condición para la independencia e imparcialidad de los funcionarios, situación que sufrió un cambio positivo en la Constitución de 1991, aunque no estableciera todas la modificaciones necesarias (http://bit.ly/1MfiAz4).
Es probable que ese cambio explique en parte por qué se celebra tanto la Constitución de 1991, hasta el punto de silenciar su irrefutable carácter neoliberal, en pro del libre comercio según lo define el FMI.
Porque sobran pruebas para demostrar que las reformas privatizadoras son sus hijas legítimas: Ley 100/93 de salud y pensiones, Ley 142/94 de servicios públicos, Ley 30/92 de Educación Superior.
Y también le cumplen al Consenso de Washington las normas constitucionales en que se sustentan los TLC y la Ley 31/92 del Banco de la República.
La Constitución de 1991 contiene, entonces, la contradicción entre ciertas garantías y el recetario neoliberal, el cual, como se sabe, se contrapone a la realización de los derechos ciudadanos.
Por ejemplo, en ella la salud no se define como un derecho fundamental sino como un servicio –un negocio–, negocio desmejorado por los fallos de tutela de los jueces, contra quienes arremeten personajes como Perry y Gaviria, también promotores de la sostenibilidad fiscal, promovida por Uribe y por Santos.
Todo dentro del criterio de que la mayor concentración económica se refleje en un mayor control del Ejecutivo sobre el Legislativo y el Judicial, al igual que acatar las decisiones del Banco Mundial, que para la realización de