Admirar cada instante del tiempo es un privilegio, porque nos convierte en signo de un universo que se va llenando de ilusiones en cada uno de nosotros, porque los humanos nos volvemos como pájaros con un cuento en el corazón.
Se siente uno parte del aroma de la vida que recorre el espacio por pedacitos, con un amor distinto, despojado de intereses, un amor solo, asomado a la luz de la historia para contemplar la maravillosa sensación de cielo que posee el pensamiento.
Lo mejor de los instantes es el secreto que los antecede, del anterior a cada uno, porque no son los mismos, ni siquiera en la secuencia -que se supone cierta- de la lógica, tienen su verdad definida.
De manera que, si uno toma esa ilusión de cada instante como el reto de un juego para adivinar el siguiente, abre un maravilloso encanto oculto, que sólo espera la oportunidad para desplegarse en medio del asombro.
Y en mitad de la mañana, o en un recodo de la noche, la voz del instante sonará como una sonata de piano, o un susurro de poema, que pasan como una sombra por los ojos y se salvan del olvido.
Siempre habrá uno sorprendente, porque son como ángeles o demonios, como voces secas o trepidantes, húmedas o lluviosas, según la emoción, como el amanecer o el ocaso, o la dulce sensación de ser mensajeros de Dios y cruzar los vientos para atrapar las huellas del destino, así como los colores se derriten en el bello amanecer de una rosa.
Ológrafo*