No sé con qué intenciones, pero últimamente he notado que hay un viejo siguiéndome los pasos. Me lo topo con frecuencia, me sonríe y hasta adivino que me está haciendo unos gestos como invitándome a algo, que me da miedo decirlo.
El viejo se me acerca meloso, se sienta a mi lado en las bancas del parque donde me detengo a descansar, y trata de formarme la conversa. Me acuerdo de los consejos que me daba mi mamá, cuando yo era niño:
-Mijo, no se junte con desconocidos.
Entonces me levanto y lo dejo solo, me mira con cierto pesar y parece decirme: “Un día de estos te agarro, no te me escaparás”. Aligero el paso, me meto detrás de los árboles del parque, doblo la esquina, y cuando empiezo a respirar tranquilo porque el peligro ya pasó, me lo vuelvo a topetear, siempre sonriente, siempre malicioso, siempre con segundas intenciones, pienso yo.
En días pasados me fui a otra ciudad en busca de algún descanso y para cambiar de clima, según consejo del médico. “Váyase unos días al mar -me dijo-, a ver si se le quita ese dolor de zancas”. Me enculebré, empeñé haberes y me largué al Caribe, dispuesto a permanecer varias semanas al vaivén de las olas, saboreando playa, brisa y mar. Los tres primeros días fueron del carajo. Madrugaba al mar antes que el sol, y me olvidé de todos y de todo, incluso de Petro, de Francia y de sus ministros. Las rodillas me dejaron de traquear y hasta tuve el atrevimiento de hacer algunos trotes en la playa blanca de arena caliente.
No me lo van a creer, pero el cuarto día, cuando me disponía a tomarme el agua de coco mañanera, sentí que alguien me miraba fijamente. Volví la cabeza. Y allí estaba el viejo, sonriente como siempre, con su mirada lasciva y sus deseos de acercárseme.
De nuevo volvieron los achaques y tuve que regresar apresurado, temeroso de lo que pudiera pasar, aculillado, sabiendo que el tipo estaba dispuesto a lo que fuera en contra mía.
Consulté el caso con tres amigos (un médico, un cura y un sicólogo) y los tres coincidieron: “No deje que el viejo se le arrime. No le dé cabida. No lo deje entrar”. Y aquí estoy dispuesto a sacarle el quite a ese viejo hijuemadre. Mientras pueda, el viejo no estará conmigo. Lo echaré a golpes, a pata, como sea.
Por eso estoy dispuesto a disfrutar de la vida. A seguir con mentalidad y cuerpo de joven. El viejo que quiere hacerme suyo, tendrá que esperar unos cuantos años más. Por ahora me defenderé como pueda. Por eso estoy feliz en la Fiesta del Libro, porque es una manera de rejuvenecer. El contacto con escritores, la asistencia a presentación de libros, los talleres literarios, la música, los recitales, las poetisas, las gorditas, las flacas, las modelos, las que bailan y las que declaman, la gente seria y los mamadores de gallo, todos andan por allí por los corredores de la biblioteca. Y juntarse con ellos y ellas es una delicia.
Yo decía en días pasados que septiembre es un mes de magia, de enamoramiento, de belleza. Por algo el Día del amor y la amistad lo celebran en septiembre. Por algo la Fiesta del libro es en septiembre. Por algo la Terraza de la biblioteca se llena de luna, de canciones y recuerdos.
Y a quienes la vejez los esté persiguiendo, no se dejen. Mámenle gallo. Vayan a la Fiesta del libro. Y busquen ser felices.
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