Después de más de 500 años en los que la América Grande ha aguantado muchos tiempos de violencias, de luchas y de guerras, después de casi 200 años de estar viviendo batallas y toda clase de acciones bélicas durante y después de la era de la independencia de Colombia, después de más de 50 años de las apariciones de los primeros movimientos guerrilleros en nuestras tierras y de soportar por tanto tiempo los rigores de la violencia, el crimen y otros graves delitos, después de haber visto gobiernos liberales y conservadores que no alcanzaron a mostrar fórmulas alternativas que permitieran mitigar las difíciles e injustificadas acciones de las Farc, el Eln, el Epl y otros movimientos guerrilleros, hay que aceptar que pese al escepticismo de muchos, entre los que me incluyo, una gestión de una persona no muy cercana a mis afectos, está cercana de alcanzar la tan ansiada y anhelada paz de Colombia.
Poco a poco, en medio de las críticas más duras e inclementes, de los dolores más inmensos de familias enteras, de la desesperanza y el desconcierto generales, de las comprensibles incertidumbres, con las amañadas patrañas y acostumbradas mentiras de los hombres de las Farc, se fue trabajando sin prisa y sin pausa pero con mucha fe, para que ahora, ni el más incrédulo, puede negar que con las últimas incidencias de La Habana, se puede observar una pequeña esperanza al final del túnel.
Así las medidas no hayan sido satisfactorias para todos y aún se vivan frustraciones y amarguras, debemos darle el tiempo a esta solución y la espera merecida, en la seguridad de que nos podemos estar acercando a resolver por fin un conflicto, por lo demás extremadamente largo.
Acá, quiero traer a colación las palabras del Santo Padre Francisco cuando haciendo una invocación por nuestro país, decía hace pocos días en Cuba:
“En este momento me siento en el deber de dirigir mi pensamiento a la querida tierra de Colombia, «consciente de la importancia crucial del momento presente, en el que, con esfuerzo renovado y movidos por la esperanza, sus hijos están buscando construir una sociedad en paz».
Que la sangre vertida por miles de inocentes durante tantas décadas de conflicto armado, unida a aquella del Señor Jesucristo en la Cruz, sostenga todos los esfuerzos que se están haciendo.
Y así la larga noche de dolor y de violencia, con la voluntad de todos los colombianos, se pueda transformar en un día sin ocaso de concordia, justicia, fraternidad y amor en el respeto de la institucionalidad y del derecho nacional e internacional.
Ya se tienen los mecanismos para los juzgamientos de los victimarios; solo nos toca esperar unos cuantos meses con la esperanza puesta en nuestros hijos y nietos, para iniciar un proceso en el que la jurisdicción especial de paz, se aplique a analizar todas las partes del conflicto y a promover los derechos de las víctimas. Al respecto, escribió el columnista Ricardo Abello de El Espectador en su edición del domingo 27 de septiembre que: “Hay que anotar que en procesos similares a diferencia de la Suráfrica de Mandela, el modelo colombiano no implica amnistía para todos los delitos a cambio de confesión”.
Para cerrar esta reflexión, retomaré otra vez las palabras que emitió nuestro Pontífice cuando abordó el tema del perdón que viene como anillo al dedo en momentos en que tenemos que juzgar los victimarios y los incidentes de la tan nombrada violencia en Colombia.
“No existe familia perfecta. No tenemos padres perfectos, no somos perfectos, no nos casamos con una persona perfecta ni tenemos hijos perfectos. Tenemos quejas de unos a otros. Nos decepcionamos los unos de los otros. Por lo tanto, no existe un matrimonio saludable ni familia saludable sin el ejercicio del perdón. El perdón es vital para nuestra salud emocional y sobrevivencia espiritual. Sin perdón la familia se convierte en un escenario de conflictos y un bastión de agravios. Sin el perdón la familia se enferma. El perdón es la esterilización del alma, la limpieza de la mente y la liberación del corazón. Quien no perdona no tiene paz del alma ni comunión con Dios. El dolor es un veneno que intoxica y mata. Guardar una herida del corazón es un gesto autodestructivo. Es autofagia. Quien no perdona enferma físicamente, emocionalmente y espiritualmente. Es por eso que la familia tiene que ser un lugar de vida y no de muerte; territorio de curación y no de enfermedad; etapa de perdón y no de culpa. El perdón trae alegría donde un dolor produjo tristeza; y curación, donde el dolor ha causado enfermedad”.