Con infinita paciencia y parsimoniosa tozudez la madre naturaleza se demoró millones, miles de millones de años, no solo en empujar sino en perfeccionar los insondables caminos de la vida en la tierra.
Desde las primitivas y cada vez más complejas formas moleculares, pasando por los “coacervados” del científico ruso Alexander Oparín, se ha venido desarrolando el portentoso “milagro” de la vida.
Por supuesto que todo proceso, en su desarrollo, tiene angustiosos momentos de desaparecer si no se asegura de sobrevivir. El avance del programa “vida” triunfó. Y aseguró de mantenerse vigente replicándose o intercambiando material. Apareció el sexo.
Millones de diferentes formas de vida hoy existen gracias a ese fabuloso intercambio.
Pero de pronto se atravesó una forma de vida “inteligente”; apareció la especie que le pondría condiciones a la madre naturaleza y le dañó el “caminado”.
A uno de los regalos más portentosos de la naturaleza, el ser humano le puso condiciones.
Intercambiar material genético, a través de un mecanismo perfeccionado y aceptado por unanimidad, se convirtió en pecado y materia de profundo rechazo. A unos “aparecidos” y autonombrados “enviados” por supuestas divinidades, se les ocurrió semejante torpeza: que el sexo es pecaminoso y sucio y hay que proscribirlo y castigarlo. Nació la “inmaculada concepción”; o sea, nacido sin pecado, sin mancha, o sea, sin sexo.
El delicioso y portentoso regalo de la naturaleza se convirtió en materia de castigo y represión. Muchas veces a lo largo de la ignominiosa historia de las religiones, con la muerte, previo proceso calculado de doloroso martirio.
Se adueñó abusivamente el ser humano de los comprobados éxitos de la madre naturaleza; y no solo eso; lo convirtió en “doctrina” y se autoproclamó rey de la absoluta verdad.
Después de más de 2.000 años el intercambio genético para perpetuar la especie ya no depende de la naturaleza. Depende de “doctrinarios abusivos” que se percataron de la inocencia y pasividad de subordinados pacíficos.
Una doctrina que se confiesa abiertamente discriminatoria en género, no puede dictar cátedra de igualdad ni mucho menos dar bendiciones de unión; no tiene autoridad para hacerlo.
La promesa de convivencia pacífica, amorosa y colaboracionista debe ser un compromiso del orden civil; es la ley quien debe decidir los pormenores de la vida en pareja.
Y por encima de todo, por supuesto, la suerte de los adorables frutos de una unión matrimonial: los inocentes, frágiles, amorosos y perpetuadores de la especie: los hijos (as).