La naturaleza se revela bondadosa sólo cuando el alma es serena, muestra el juego de sus destellos, que giran en el tiempo desde un amanecer a la luminosidad del mediodía y tocan la tangente del destino.
Mansa, camina por un murmullo, deja escuchar el susurro de las hojas, el rumor de los pájaros conversando en trinos, el afán de la lluvia por mojar y se monta en un soplo de viento para acariciarnos.
Tormentosa, destruye, según el estado de ánimo de las nubes, porque se convierte en una borrasca para estremecer, o en avalancha de aguas para rugir en medio de la incertidumbre y el temor.
Y, como el verdadero amor, esconde en su hermosura los principios universales, la huella de la espiritualidad, e inscribe, en el alma de todos, señales que ascienden a lo azul, bucles de fantasía para esperar, o soñar, con la ingenuidad y la belleza de la vida.
Cuando se la admira con lentitud cuenta, o recuerda, historias gratas y, si se la ignora, castiga con el lastre de ese -no ser- que abruma a la humanidad en medio de su absurda y frágil mortalidad para volverla como una gotica de rocío temblando en el vacío.
La erudición de sus leyes se dispersa en fragmentos de estrellas, en floraciones, en luces, en árboles con ardillas trepando, en bosques con aroma verde, con sabor a la savia que fluye buena de la tierra: ¿Cuál será el secreto de su majestuosidad, de ser el mejor reflejo de los fantasmas del universo?