Llegó de Chucurí, Santander, un día cualquiera, hace muchos años. Más de veinte, más de treinta, tal vez cuarenta. Nadie lo supo a ciencia cierta. Ni siquiera él mismo.
-Un día me dio la arrechera, yo estaba apenas volantón, y me subí a un camión que venía para Cúcuta.
Tal vez el chofer lo trajo regalado, tal vez el muchacho le hizo de ayudante, tal vez le cayó bien. Nadie supo su nombre, ni su apellido, ni su santo y seña, pero alguien descubrió que había llegado de Chucurí, por lo que lo llamaron Chucu. Y Chucu se quedó. Y Chucu se hizo cucuteño. Y fue Chucu, sencillamente Chucu, hasta que se fue definitivamente.
Cierto día apareció en el barrio La Cabrera un nuevo negocio. Una tienda donde se vendía de todo: pan, cerveza, tomates, maquinitas de afeitar, café, cuadernos, aguardiente, limones y jarabe para la tos. De eso hace un jurgo de años. El dueño tenía las mechas largas, la barba descuidada y una leve cojera que él ocultaba con brinquitos graciosos.
-¿Cuánto tiene de estar aquí con su negocio en La Cabrera? –le pregunté.
Me miró con desconfianza como se mira a un recién llegado. El hombre hablaba enredado. Pero pude entenderle que no recuerda, ni le importa recordar. Lo único que le importa es vender.
Poco a poco el negocio fue creciendo. Se instaló frente a lo que alguna vez fue el populoso mercado de La Cabrera y ahí le empezó a aumentar la clientela. Cuando a algún inteligente se le ocurrió bautizar esa cuadra como la Calle del aMor…cilla, Chucu puso en el andén, al lado de su negocio, una banca burda de madera, para tres personas, y allí algunos parroquianos se sentaban a tomar cerveza y otros en el sardinel. No les ponía música, ni había mesas, ni tenía empleadas de minifalda que atendieran borrachitos. Pero, mientras al frente vendían morcillas, Chucureño, como también le decían, vendía cerveza.
El hombre era disciplinado. Abría a las cinco de la mañana y cerraba a las diez de la noche. Jornada continua, como en los supermercados de cadena. Pero nadie sabía dónde vivía, a excepción del chofer de un taxi viejo, que lo llevaba y lo traía.
Un día no abrió la tienda. Estaba en una cantina cercana tomando aguardiente, desde temprano. Lo extrañaron sus clientes matutinos y los del medio día y los de la tarde. Un vendedor de aguacates me dijo: “Fue que Chucu se ganó el chance, y cuando él se lo gana, dura tres días jartando aguardiente, pero no en su tienda”. Dicen que es un hombre de suerte, que dos o tres veces al año se gana buenos chances.
Días después, cuando ya nos habíamos hecho amigos, (lo de amigos con Chucu era apenas un decir), me lo confirmó, pero me dio una lección de economía: “De vez en cuando me visita la suerte, pero con lo que gano hago tres montoncitos de plata: uno para la casa, otro para el negocio y otro para echar unas canas al viento”.
Chucureño era una persona difícil. Creía en Dios a su manera, hablaba mal del gobierno, de los curas, de los políticos, de todos. Sólo admiraba a Maduro y a Petro.
-¿Ya se vacunó, Chucu? –le pregunté hace poco.
-Yo no necesito que me empujen pal hueco. Cuando me toque, listo, que me entierren.
Y sin que lo empujaran, murió la semana pasada. Chucu hace falta en el barrio. Los borrachitos de la banca de madera, y sus “amigos”, lo extrañaremos. ¡Buen viento y buena mar, Chucureño!
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