En la Constitución está dicho que “Colombia es un Estado social de derecho”. Y los panegiristas del establecimiento tienen acuñado el estribillo según el cual el país goza de la democracia más estable de América Latina.
Sin embargo, la realidad muestra una situación que no encaja en las buenas intenciones de los constituyentes de 1991. Porque el llamado “Estado social de derecho” es una ficción si se toma en cuenta la generalizada desigualdad predominante en el conjunto de la sociedad colombiana. Allí están las inocultables brechas en lo económico y lo social como confirmación de las condiciones negativas persistentes en la vida de la mayoría de los habitantes de la nación.
El barniz de las elecciones, con toda su parafernalia de jornada popular, no alcanza a ocultar los graves desajustes de la democracia en el mismo evento, marcado por la compraventa de votos y muchas veces por la falta de rigor ético y de méritos en la selección de los candidatos a las diferentes corporaciones públicas o a otros cargos.
Un mayor derrumbamiento de la armazón con que se identifica la institucionalidad es la acumulación de escándalos por los actos de abuso de poder, corrupción, violación de derechos y otros hechos de desgreño gubernamental.
Los escándalos del sector oficial en Colombia son recurrentes, de intensa celeridad. En todos, los actores son los más altos titulares de los cargos públicos, quienes tienen el fuero de la impunidad porque casi nunca los toca la justicia.
Y hay de todo: las ejecuciones extrajudiciales que fueron los crímenes llamados falsos positivos, las pesquisas telefónicas contra dirigentes de la oposición, periodistas, defensores de derechos humanos y activistas de causas sociales; negociados en las Fuerzas Armadas, la compra venta de votos según las confesiones de la condenada exsenadora Aida Merlano, el fraude manejado desde la “Ñeñepolítica”, los sobornos de Odebrecht, los homicidios ejecutados contra promotores de organizaciones sociales por bandas de mafiosos y paramilitares, sin que las autoridades se den por notificadas. Están así mismo los turbios negocios de las compras con sobreprecios realizadas por diferentes entidades de gobierno, desde la Presidencia de la república hasta proveedores con patente de corso, aprovechando en forma perversa la emergencia de la pandemia COVID-19, más los repetidos abusos sexuales, con violencia incluida, de militares a menores indígenas y el caso especial del senador Eduardo Pulgar de pretender sobornar a un juez
para que fallara a su favor algún litigio. Y como si fuera poco el Senado elige de presidente de esa corporación a uno de sus miembros acusado de comprar votos, en un abierto desafío a la decencia política.
Son muchos los escándalos que le restan legitimidad, autoridad y respeto a quienes tienen el manejo del poder, aunque se autocalifiquen como servidores impolutos.
Puntada
Y con tanto rabo de paja oficialmente se cuestionan los gobiernos de Venezuela y Cuba, como si los pecados que les enrostran no fueran los mismos que se cometen aquí.