Las encuestas han errado nuevamente. Con ello, me refiero a lo que se esperaba y no ocurrió en las cuatro elecciones ocurridas en Chile los días 15 y 16 de mayo, para elegir gobernadores regionales, alcaldes, concejales y constituyentes para redactar la nueva Constitución Política.
La importancia radica en que estamos en año de elección presidencial, pues en noviembre -o sea en seis meses-, se vota quién reemplazará a Sebastián Piñera y a que se inicia la redacción de una nueva Constitución.
En Chile, como en todos los países, la pandemia está instalada y generando muertes, dolor, sufrimiento y dejando al descubierto las falencias de nuestras sociedades. Antes de marzo del 2020, que es cuando se inicia la propagación del virus en nuestro continente, ocurrió un durísimo sismo social cuando en octubre del 2019 las protestas se tomaron las ciudades y todos los rincones de Chile, para decirle al gobierno en primer lugar, y a todos los políticos sin excepción que el cansancio y el aburrimiento ante tanta inoperancia y abuso debían terminar.
Da la impresión que no escucharon, hasta estas elecciones en las que la ciudadanía se pronunció y le dio un gran portazo a todo el mundo político tradicional, pero en particular a las fuerzas de la derecha y al Gobierno de Piñera. También sufrieron un duro castigo los partidos de centroizquierda que gobernaran desde el fin de la dictadura en 1990. En contrapartida resultaron triunfadores indiscutibles los independientes (denominación poco confiable), y las fuerzas políticas emergentes con fuerte raigambre entre la juventud y con clara inclinación de izquierda.
De esta manera, se eligieron 155 constituyentes guardando paridad de género, quienes tienen un año para redactar una nueva Constitución que reemplace la impuesta por Pinochet en 1980.
Si nada se interpone, se prevén las siguientes modificaciones constitucionales: reducción drástica de los poderes del Presidente de la República, llegándose incluso a hablar de un eventual semipresidencialismo; probablemente pasemos del bicameralismo a tener una sola cámara; se le hará una cirugía mayor al Tribunal Constitucional poniéndole límite a sus excesivas facultades; la autonomía del Banco Central se mantendría pero se le exigirá una más estrecha coordinación con el Ministerio de Hacienda; se dará rango constitucional al reconocimiento de los pueblos originarios, por lo que Chile pasará a ser un Estado Plurinacional; se declarará el acceso y protección del agua como un bien nacional de uso público; se consagrará la igualdad salarial y la perspectiva de género; se le pondrá punto final al sistema previsional existente, para instalar un sistema mixto público-privado en el que vuelva a primar el principio de la solidaridad: tanto la salud como la educación sufrirán cambios profundos en el que la subsidiaridad del Estado cambiará hacia una mayor participación del mismo. Todo ello, entre varios otros cambios sustanciales. De allí, que no sean pocos los que pregonan que el neoliberalismo tiene las horas contadas en Chile.
Preocupa eso sí, la abstención muy mayoritaria, puesto que sólo votó el 42 % del padrón electoral, esto es 6 millones de 14 potenciales votantes, lo que se viene acentuando desde el 2012 en que dejó de ser obligatorio el voto, lo cuál trasluce un desinterés ciudadano no menor por el devenir de la sociedad.
Este breve recuento, muestra que Chile no es la excepción a los cambios y que en política nada se escribe en piedra y para siempre, sino que siendo de la esencia de la democracia, el único que puede decir la última palabra es el soberano, esto es el ciudadano.