Bella, maravillosamente geométrica, sutil, la mariposa seduce flores y rastrea rocíos; lleva inscrita en sus alas la vida, los colores de los sueños y los ademanes del viento como símbolo exquisito de la libertad.
Las fuentes de luz e, incluso, de sombra, plasman en ella el arte de una gala perfecta de escultura libertaria y las tonalidades misteriosas adquieren el sentir supremo del infinito.
La mariposa imagina la distancia como de cristal, o similar a un suspiro con rutas de ternura hacia el pensamiento, o el camino a esa versión de los recuerdos que se aloja en el recinto sagrado del corazón.
Su condición alada asciende a los niveles de la paz, al origen de las ideas, a los rasgos iniciales del saber, a ese huerto del destino que cultiva la fascinación en los modelos absolutos de la eternidad.
Los pájaros y, en general, las aves, son sus guardianes: ocultos entre las ramas o, en alto vuelo, otean el horizonte para hacerlo cómplice de un canto azul de dulzura que se ciñe amoroso al paisaje.
La fiesta que convoca a su alrededor es ingenua como el amanecer, o serena como el crepúsculo: en cualquiera de ellos está el nido de aquella memoria plácida que brota de las auroras, o de los arreboles, y se engarza al alma.
Las cosas en torno de una mariposa magnifican su encanto natural y el tiempo multiplica los giros universales, para abrir el arca que contiene los secretos al final del arco iris, donde reposa la nostalgia buena.