Dicen los científicos y los historiadores y los que investigan y los que escarban, que en alguna época, hace jurgos de jurgos de años, Cúcuta tuvo mar. Y tienen sus argumentos: nuestro cielo, profundamente azul, como sólo se ve encima del mar; nuestro sol, de amarillo recalcitrante, igual al sol costanero; nuestros atardeceres, llenos de arreboles, allá en la lejanía, como en la Costa. Y el calor de nuestras gentes, que se derrite gota a gota, con los solazos del medio día. Y tenemos palmeras. Y tenemos cocos, para sorbernos, como en la Costa, el agua más pura y más sabrosa.
Pero, sobre todo, lo que hace que científicos y arqueólogos y excavadores se reafirmen en su teoría del mar cucuteño, son los hallazgos que han encontrado en algunas regiones alrededor de la ciudad, como caracoles marinos, esqueletos de animales de agua salada, huellas de tortugas marinas, popó petrificado de gaviotas y hasta cantos de sirenas dicen que han escuchado cuando el viento está adormilado y una brisa suavecita se cuela por entre los oitíes.
En Los Vados, yendo hacia La Garita, existía el otro día un museo arqueológico donde se exhibían rastros del Caribe, que se metía hasta nuestras goteras: un ancla de algún barco extraviado, la espina dorsal de un tiburón, conchas marinas y vestigios de civilizaciones de sal . No sé qué pasó con tal museo, pero allí estaban las pruebas de que Cúcuta tuvo también alguna vez, playa, brisa y mar.
Hoy sólo nos quedan en el subconsciente generacional recuerdos de aquel mar, seguramente embravecido de furia motilona. Y unos deseos constantes de zambullirnos en las olas, que nos impregnan de sal y de alegría. Y nos quedan mujeres bronceadas, de atractivo cuerpo y sonrisa de sol y arena.
Será por eso que nos gusta mucho el mar. L os que creen en la reencarnación aseguran que en aquellas aguas nosotros ya nos bañamos, en alguna de nuestras vidas anteriores. Y quedamos con la costumbre. Tal vez comimos ostras y mariscos al ajillo, y tal vez saboreamos el coctel de agua de coco con ron Cúcuta, que el otro día existía, antes de que algún gobernador vendiera nuestra Licorera. Y probablemente hicimos tenidas en la playa, con guitarra y vino, debajo de la luna cucuteña, al lado de alguna hermosa morena, de piel tostada, sonrisa encantadora y ardiente mirada.
En cierta ocasión, a la orilla del mar, disfrutando la intensidad de tanta belleza, comentaba con un primo que nuestro nono, Cleto Ardila, en lugar de meterse al monte con sus mulas para transportar cargas de café, ha debido establecerse en un pueblo de la Costa y transportar gente en góndolas o canoas o barquichuelos. Así sus nietos disfrutaríamos del mar a toda hora. No sabíamos que era la nostalgia del mar de nuestros antepasados la que hablaba ahora dentro de nosotros.
Llevamos recuerdos de olas. Alguna vez me dijo mi mamá que ella quería conocer el mar pues había soñado con él. “Igualito a como lo soñé”, me dijo cuando lo vio. Creo que no fue un sueño, sino recuerdos del mar cucuteño en otras vidas.
Nos gusta el mar. Lo buscamos, lo añoramos, lo deseamos. Y sé de gentes que nacen por aquí, y se quedan por allá. Otros se van a aliviar sus penas para siempre, a orillas del mar. Es porque quieren volver a vivir lo que ya vivieron en el mar de la Cúcuta de otros tiempos. No sé si cuando Cúcuta tenía mar, la vida era más sabrosa. Pero sí sé que era más salada. ¡Seguro!
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