Un resbalón cualquiera da en la vida. Y una caída cualquiera la tiene. Tenía yo siete años cuando sufrí la primera caída de las muchas que he tenido en mis muchos años de vida. Me caí de una mula (en tierra de arrieros y familia de arrieros, las mulas abundan), me partí el brazo derecho y hubo tragedia en la casa: Mi mamá lloró conmigo, le prendimos una vela a la virgen del Carmen, dejé de ir a la escuela dos semanas y mi papá casi me pega por haberme ido al río con los primos a caballo –montando en pelo- sin su permiso.
Con frecuencia veo amigos en muletas o con bastón, o primos en silla de ruedas, por alguna caída. Se trata de gente sana que se cae en el baño o en las escaleras o en la sala y se fracturan una pierna. Digo gente sana significando que no estaban borrachos, porque ya se sabe que Dios cuida a sus borrachitos. Por lo general, a los borrachitos nada les pasa, y casi siempre llegan a sus casas aunque sea en cuatro patas, pero llegan.
Conozco a una muchacha que vive de caída en caída. Se cae atravesando una calle empedrada o en un camino de tierra o colgando ropa en el patio de su casa. La he visto en muletas, con bastón, o simplemente chuequiando, agarrándose del que puede, pero nunca pierde su alegría y su sonrisa. Yo, viendo su fragilidad y su amor por las caídas, y que sin ser evangélico siempre tengo a mano la Biblia, le he aconsejado muchas veces el Salmo 91, el que dice que “los ángeles te protegerán para que no tropieces con piedra alguna”. Pero creo que no me hace caso, porque sigue metiendo la pata.
A los fracturados acostumbran enyesarlos. El yeso blanco cumple dos funciones: estabilizar el hueso y permitir que los amigos y amigas escriban en él pensamientos cariñosos que le levantan la moral al enfermo: “Mejórate, cariño”. “Te quiero con las zancas buenas”. “Recuerda que en la vida hay que correr”. “Levántate y anda”. “Sin ti, mi corazón también renguea”. Y otras dulces manifestaciones del espíritu, con corazoncitos pintados.
Todo esto sucede en la vida real. Pero hay otras caídas, esas sí de inmensa gravedad para el universo entero. La semana pasada se nos cayó el wassap, (se escribe whatsApp, me regañó una escritora, buena para la lengua escrita y hablada), y el mundo vivió una de sus peores tragedias.
Nadie murió, es cierto, pero muchos estuvieron a punto de suicidio. Las bolsas se vinieron al suelo, muchos noviazgos se fueron a pique, quebraron empresas, los almacenes que venden por redes estuvieron vacíos, los restaurantes que despachan a domicilio no tuvieron pedidos y los que trabajan por wassap, ese día quedaron cesantes.
El desbarajuste fue total. Me cuenta un amigo, que su novia, celosa en grado extraordinario, al ver que él no le contestaba sus mensajes, se le fue al apartamento creyendo encontrarlo en brazos de otra. Se fue armada, con un destapacorchos. Al final, resultaron tomando vino para celebrar la fidelidad del tipo.
El wassap nos tiene jodidos. Nos esclavizó. Nos tiene por su cuenta. Es un dictador, casi igual al paisano Maduro. El wassap acabó con la familia, con las siestas y ni siquiera en el baño se consigue la paz anhelada.
Pero yo descansé el día que se cayó el wassap. Nadie me pidió reportarme cada media hora, nadie me envió oraciones en cadena y los acreedores me dejaron descansar. Por mi parte, ¡que se siga cayendo el hijuetantas!
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