Desde que la Real Academia de la Lengua autorizó quitar letras que sobran en ciertas palabras, yo soy de los que prefieren escribir sicología en lugar de psicología. Hago lo mismo con septiembre, pero mi computador me corrige setiembre (inteligencia artificial), y debo rogarle muchas veces para que acepte el mes sin la p. Como no me gusta rogar, así lo dejo y quedamos tranquilos la máquina y yo.
No sucede lo mismo con las personas. Alguna vez escribí sicólogo en cierto artículo y una sicóloga amiga me llamó para llamarme la atención. Me faltaba la p. En cuántas me vi para que entendiera que tanto sabe un sicólogo como un psicólogo. Y que tan hermosa palabra -de los que estudian los asuntos del alma y de la mente- se ve mejor sin arandelas.
Y de verdad, la profesión es hermosa para esculcar sentimientos, deseos, frustraciones, querencias, vicios y virtudes. Claro que, como en toda profesión, hay sicólogos buenos y sicólogos malos. En cierta ocasión una sicóloga (tal vez era psicóloga) me atendió en consulta. El médico -soy trasplantado de riñón- necesitaba saber cómo estaba yo en la parte anímica. Pero ella resultó aconsejándome qué alimentos debía consumir y cuáles no. De modo que cando pasé donde el nutricionista, ya yo sabía los consejos que me daría éste, porque aquella se había metido en su rancho. Me resultó mala sicóloga, aunque buena nutricionista.
Entre los buenos recuerdos de sicólogas tengo dos excelentes amigas, ambas se llaman Yolanda y ambas son sicólogas. Con nadadito de perro se meten al corazón de su paciente y lo recomponen. En su parte afectiva. Del funcionamiento y los latidos débiles, se encargan los cardiólogos.
En la Escuela Normal del Instituto Piloto de Pamplona (hoy Iser), tuve un excelente profesor de sicología, Fortunato Córdoba, un hombronón, alto, negro, de sonrisa blanca y camisa de igual color, bien almidonada y mejor planchada, gran maestro y buen amigo.
Desde entonces profeso gran admiración y cariño por los sicólogos. Espero que ninguno se me ponga bravo por la falta de la “p” y no es que yo sea tacaño, ni siquiera con las letras, pero me gusta deshacerme de lo que sobra.
Hoy resulté metiéndome con los sicólogos porque un amigo nortesantandereano, maestro y sicólogo, radicado en Bogotá, publicó hace poco, un libro, que llevó a la reciente feria del libro de Bogotá. Lo interesante es que lo escribió a cuatro manos con su hija, también sicóloga y también educadora. Ambos, padre e hija, Mario Ibarra y María Teresa Ibarra, son duchos en asuntos de la sicología, aplicada a la educación de todos nosotros, fuera del aula.
Su libro, “Método psicopedagógico para la autogestión de emociones” es un manual para no tenerle miedo al miedo, ni dejar que la rabia siempre se traduzca en madrazos y tochazos al otro. Para no dejarnos llevar de la tristeza por algún amor perdido, o porque se nos murió el perrito o porque la fulana se voló con otro. Mejor que irnos a las cantinas a ahogar las penas en licor (las penas son buenas nadadoras), es tomar el libro de los Ibarra, meternos en él y aprender de sus sabias enseñanzas.
Cuando yo supe del libro, los invité a la Noche de la nortesantandereanidad, que organiza Julio GarcíaHerreros en la Feria del libro de Bogotá, para reunir a todos los paisanos residentes en la capital y regalarles un buen rato de ambiente nortesantandereano con cocotas ocañeras, cuca pamplonesa y pastelitos de garbanzo.
Seguramente Mario y su hija le metieron sicología a su encuentro con el paisanaje.
gusgomar@hotmail.com