La humanidad se debate en un entorno demasiado incierto, por su propia culpa, por haber ido cediendo los espacios, los tiempos, la vida, a una engañosa sensación de libertad, la cual nos ahoga en contrastes y discordias permanentes.
La comunicación con los demás es, cada vez, más complicada. Perdimos lo bueno, las costumbres sanas, las cosas bonitas de la casa, la devoción nacional al Sagrado Corazón de Jesús, la ecuanimidad en las relaciones, las sotanas que trasmitían distinción a los sacerdotes, el reboso bonito en el cabello de las damas, la decencia en el vestir, la frugalidad en la palabra, la urbanidad, el respeto a los mayores, la admiración por los maestros, la magia del romance escrito en la música, la alegría de un paseo familiar, la voz de la consciencia, la luna -novia de todos-, el río, querencia de los cantares, la escuela, la solidaridad social, las instituciones y, en general, la dignidad.
Predominan, disfrazadas de rebeldía, las farsas, las lesiones a la armonía del mundo, aunque se decoren con autonomía: la historia de la comunidad apenas alcanza el nivel mínimo de superioridad del hombre con respecto al animal.
El desfase en madurez se ha debilitado en paralelo con el paso de los años, porque la mayoría transfirió sus derechos a la superficialidad social y dejó de lado el anhelo romántico de sublimar el alma.
La opción de la minoría es recluirse en el silencio y la soledad, en la cultura espiritual, para protegerse del éxito, mientras el destino retoma los trastos para forjar, otra vez, momentos esplendorosos y enseñarle el camino para salir del laberinto.