Siempre me ha gustado la educación. Desde muy niña admiraba a mis tías que eran maestras y enseñaban cosas que a mi parecer eran “inenseñables”.
Tenían paciencia con todos y siempre estaban de buen humor.
A pesar de tener cursos de treinta, cuarenta, y hasta cincuenta alumnos por grado, y de que muchos de sus alumnos tenían problemas en sus casas y a veces no les importaba aprender, ellas persistían en su vocación.
Realmente se esforzaban porque sus estudiantes aprendieran, porque según ellas –y desde mi parecer también– la educación es la llave para cambiar de vida.
Por eso admiro la educación, con todas sus aristas, y por eso creo que es la herencia más importante que los padres puedan dejarle a los hijos y el patrimonio más grande de una Nación.
A nadie le importa cuántas joyas o quilates de oro tengamos en los galeones perdidos o enterrados en el mar, cuántos aliados comerciales tengamos o cuán fuerte es nuestra moneda en los mercados mundiales; si nuestra población no es capaz de articular palabras y generar conocimientos valiosos.
Es increíble que en un país como Colombia, donde las personas leen 2,2 libros al año, lo que nos refleja que más o menos los colombianos leemos dos libros y empezamos un tercero pero no lo terminamos, y además, que esta lectura que realizamos la hacemos por necesidad y no por interés propio; se piense gravar a los libros, cuadernos y otros útiles escolares con un infame y desproporcionado cinco por ciento (5%).
Si bien no he estado de acuerdo en muchas cosas con la Ministra de Educación, Gina Parody, hoy estoy completamente de acuerdo en que esta propuesta no sólo afectaría a miles de padres que hacen un esfuerzo por enviar a sus hijos al colegio, también repercutiría en el valor del indicador de libros que leen los colombianos por año.
La verdad es que no tengo muchos conocimientos sobre la industria de la producción de libros, pero me parece que hay obras (literarias y escolares) que no se bajan de los setenta mil pesos por unidad, o sea que un artículo de estos –uno solo– tendría el costo del 10% del salario mínimo.
Este pequeño cálculo lo estoy haciendo sin incluir el 5% de IVA que tendrían estos objetos, así que el tema se vuelve menos manejable para el bolsillo de los colombianos.
No entiendo cuál es el interés de los gobiernos tercermundistas (así mis profesores y colegas me reprendan por utilizar este concepto en ‘desuso’) por acabar la educación. Según las cifras del Centro Regional para el Fomento del Libro en América y el Caribe (CERLALC), México y Colombia son los países que menos leen de la región, y donde menos proyectos ‘prolectura’ instaura el Estado cada año. Para completar, hay déficit de profesores (Tolima, Amazonas, Chocó) y paradójicamente, menos vacantes para los que se han formado y quieren trabajar en este oficio. Se sabe de la propuesta del gobierno central sobre instaurar jornadas completas –lo cual perjudicaría tanto a los estudiantes como a la planta de maestros– y son notorias las ganas del Estado de reducir costos en educación cuando se debería escatimar en otros aspectos. Se me ocurren: la dieta de los congresistas, la seguridad (y paranoia) de Álvaro Uribe y la compra de grandes cantidades de armamento que sólo se utilizarían en caso de una guerra espacial.
Así que mientras saqueamos el país para seguir pagando útiles inútiles de la política colombiana, sectores como el educativo se quedan sin dinero y tienen que arreglárselas como puedan para luchar contra la inflación, el 5% de IVA y los abusos de los centros educativos en sus listas.