Las orillas del destino se revelan solas cuando uno observa, detenidamente, a tiempo, las cosas, con sus sentidos dispuestos a soñar, cuando aguarda una señal de la esperanza y siente que se abre un espacio nuevo a la mirada, alargado, veraz y profundamente sincero.
A las orillas llegan las voces de los ríos, o de los mares, el borde de una montaña, o de una meseta, la forma de una escala del silencio, o todo aquello que implique una partida y una llegada a la vez, una cima y una sima, un viento sereno y un huracán, la longitud de un punto y la marca larga del recorrido de un cometa.
Y orilla es el día, y es la noche, con un punto de contacto, o de convergencia, que aun no ha sido definido, porque es un instante en que la luz cambia de dimensión, tan imperceptible, que no es apto para ser comprendido por los humanos.
O sea que hay unas orillas visibles y otras ocultas, como las semillas de las frutas o la talla de una pieza de madera que esconde un arte en cada incisión, la intimidad de la fuerza del deseo o la pasión de crear.
En ellas uno renueva sus emociones, que no son las superfluas que conocemos, sino la verdad de nuestro interior, así como una gota de agua espera caer de la lluvia, o del pétalo, para volverse rocío, o retar a la inspiración para hallar la forma más bella de describirla.
Las orillas son la sombra de un manantial, allí donde busca refugio para tenderse a escuchar su propio murmullo, a mirar las estrellas y salir un poco de los viejos linderos de su marcha acuosa, a refrescar los misterios de la vera del camino.