La vida es arte ella misma, un espejo que refleja los sentimientos y permite, con la imaginación y la intuición, transformar la fragilidad humana para hallar las metáforas que subliman las emociones.
En ella existen relojes de nostalgias, o de inspiraciones que, en lugar de horas, tienen torres de silencio, se elevan sobre las miserias y otean el horizonte, como un camino de sueños en vísperas de amores.
Algo de nosotros quedará que valga la pena, un suceso, una frase, un verso, una pintura, una canción, una afición, incluso aquello que no dijimos en ese imaginario que cada quien construye para superar su escasez.
En el cristal del tiempo, en el anverso, se van grabando los prodigios y los hechos buenos con un brillo iridiscente; y, en el reverso, las malas veces que hacen de la remembranza un rumor de lamentos.
Si los días rutinarios huyen y se vuelven montón, quedan los valiosos, en consonancia con la sombra que aguarda en el rincón, tímida, llena de sonrisa y de luz íntima, sin trayectorias, ni escaramuzas, doblando páginas del recuerdo para guardar en ellas la esperanza.
Y si se desborda el alma con la ternura, como en las auroras y los ocasos espirituales, emergerá un inmortal de milagros intelectuales, de esos que afloran cuando el destino se propone cosas bonitas en el arte de existir.
(Los momentos vitales se marcan con una seña, con un símbolo -como esta mañana que necesitaba yo un referente para mi nostalgia y encontré a Chopin, que se aparece cuando lo necesito, en cualquiera de sus nocturnos-)