La educación debe fortalecerse en la nobleza, en una enseñanza coherente con la necesidad de enaltecer la vida, sellada con lo elemental de la bondad, algo así como una perla valiosa alojada en una ostra.
Porque enseñar la benevolencia es más difícil que educar por temor, consumismo o conveniencia; pero sólo basta convencernos de que las fuentes de paz se multiplican cuando alargamos los sueños, a través del cristal del alma, para esperar y aceptar esa vieja costumbre del destino de sorprendernos.
Eso significa establecer un desarrollo cultural flexible, ajustado a un siglo caótico, pero centrado en un humanismo redentor, para formar ciudadanos sensatos, prudentes, incluso sabios, en un contexto desequilibrado que sólo plantea arrogancia y desmesura en el anhelo del poder.
Y, en paralelo, cultivar los sentimientos buenos, arrullarlos con el poder natural de la ternura, amainar las superficialidades, asumir que la humildad es indispensable -y suficiente- para ser dignos ante Dios, inspirar muestras de dulzura, como la de una mariposa que ronda los labios de la flor, o la del día que asciende hacia el olvido con la gratitud de los recuerdos bonitos.
Necesitamos una nueva estructura académica que nos permita esa serena majestad que anuncia la esperanza de respetarnos a nosotros mismos y a los demás, sin tanta culpa, para entender el misterio de vivir en sociedad, para desarrollar una fortaleza, capaz de transferirnos la luz renovadora, para volar tras los pájaros que cantan al viento los colores de la libertad.