A raíz de las recientes noticias sobre la corrupción de todo orden que nos aqueja y en consecuencia el ambiente apocalíptico que inunda a los medios de comunicación y al país, en lo que tiene que ver con la rama judicial se vuelve a abrir la polémica acerca de si se debe –otra vez- reformar la constitución de 1991 para reestructurar dicho poder público. Si se entiende por constitución política de un país un catálogo de normas que sirven como marco de referencia para estructurar orgánicamente al estado y reconocer derechos a los ciudadanos, y de otro lado para encausar la actividad del legislador (o parlamento), siempre se ha entendido que se trata de un marco conceptual filosófico, político y jurídico breve. Tal vez no hay mejor ejemplo que la constitución de los Estados Unidos de 1.787, que fue la primera y única que tuvo y han tenido, la cual tiene solo 7 artículos originales y se le han añadido 27 enmiendas o adiciones (ni siquiera reformas), más que todo relacionadas con derechos fundamentales.
A lo largo de 230 años los Estados Unidos han venido comportándose como estado y país. Nosotros hemos tenido como una docena o más constituciones en estos 207 años, la última, la de 1991, a la que se le han hecho ya algo más de 25 reformas y ahora entonces se habla de otra en relación con la justicia. Padecemos de una ilusión cultural: creemos que algunos de los profundos males que nos afectan –como la corrupción- tienen su origen en las normas constitucionales y por eso las cambiamos. Como la selección Colombia de fútbol que a lo largo de tantos años ha cambiado tantas veces de diseño de la camiseta, seguramente alguna de esas veces creyendo que se jugaría mejor, como cuando fue anaranjada. Brasil nunca la ha variado.
Cambiar otra vez la estructura de la administración de justicia sería como cambiar otra vez el estilo de la camiseta. Son varias las columnas de opinión y las noticias preocupantes que se han publicado sobre la crisis de la justicia e innegablemente el tema es complejo. El domingo 20 de agosto el diario El Espectador publicó una buena reseña histórica sobre las reformas a la justicia en Colombia, antes del 91, y luego, los intentos de reforma que han fracasado por diversos motivos y concluyó que “…el lío no está en las cortes, en el exceso de trabajo, o en la falta de presupuesto, dilemas propios del Estado. El tema definitivamente pasa por el aspecto humano, porque la ética o la decencia no se enseñan en las universidades, se aprenden en la casa…”.
Y viene entonces el tema de la educación. A mayor cobertura de educación con calidad, menores índices de corrupción. Obvio, se trata de un problema generacional y de voluntad política, pero he ahí la complejidad del asunto. Si la gente tiene educación (información), si lee, si se le enseña a pensar, puede vivir mejor, puede tener la capacidad de rechazar el ofrecimiento corrupto para dar un voto y todo lo que se desprende de ese pequeño detalle. No es sino ver Google: Finlandia (1º), Suecia, Suiza, Noruega, Singapur, Holanda Canadá y Alemania, en su orden, son los países menos corruptos en 2017. Por Latinoamérica, Uruguay (21), Costa Rica (41), Colombia (90), Bolivia (113), Méjico (123) y Haití (159), el panorama no es brillante. Y aunque no es consuelo, Venezuela e Irak (166), Yemen (170), Sudán del Sur (175) y Somalia (176), el último, sí se concluye que socialmente es bueno educar. Educar bien.