Luego de cincuenta años de violencia y muerte, en Colombia ha llegado el cambio. Luego de tanta miseria, desplazamientos y víctimas por la guerra, parece haber otro camino. No es optimismo pensar el fin de la guerra como un paso adelante, y no como un paso atrás, como muchos congresistas suelen creer. No es optimismo sino realismo el entablar puentes con los enemigos para construir un mejor país. No es optimismo creer en el acuerdo de paz con las Farc, es necesario. No obstante, es válido ser críticos y juzgar lo decidido en La Habana.
Las fallas del acuerdo: Muchas. No se habló de la reparación económica que le toca a los miembros de las Farc con las víctimas, el dinero y bienes del grupo guerrillero nunca fue objeto de mención en el texto ni se abrió la puerta a la búsqueda de la fortuna de las Farc. También fue desacertado darle al grupo guerrillero cinco escaños en la Cámara de Representantes y el mismo número en el Senado, teniendo en cuenta que la circunscripción especial indígena sólo tiene dos escaños en la Cámara Alta, y sólo una, que comparte con afros, colombianos en el exterior y minorías políticas, en la Cámara Baja. Esto es desacertado porque no es lógico que 15.000 personas (Farc) tengan mayor representación que un millón (indígenas).
Sin embargo, el acuerdo también tuvo aciertos. Uno de los aspectos más importantes es el tema rural, debido a que no sólo ha sido la fuente de varias clases de insurgencia en Colombia, sino que es uno de los asuntos más desatendidos y atrasados del país.
El problema de la concentración de la tierra debe solucionarse de manera urgente, mediante una reforma agraria y mediante herramientas que permitan a los pequeños y medianos campesinos competir en igualdad de condiciones en los mercados en los cuales se requieren los bienes del primer sector. Las Farc resaltaron esto en el acuerdo. Sin embargo, hace muchas décadas que su propósito dejó de ser la revolución por el bienestar de la población. Cuando los millennials de Colombia nacimos, lo único que conocimos de este grupo guerrillero fueron atentados, tomas de municipios, asesinatos, secuestros, violaciones a los derechos humanos, y sobre todo, despojos. Cuando nuestros padres nacieron la situación con las Farc era idéntica, el lucro por el narcotráfico empezaba y las actividades ilícitas que nada tenían que ver con un cambio de pensamiento o ideología política reinaban.
Es por esto que no había otra salida del conflicto, ya que, sin importar nuestra orientación política o clase social, nos dimos cuenta de que ni el Gobierno ni la empresa privada tienen tanto dinero como para mantener una guerra, las madres no tienen tantos hijos como para perderlos por una mina o una emboscada enemiga, INDUMIL no tiene tantas balas para acribillarlos a todos y los mandatarios no tienen tan poca conciencia como para seguir permitiendo que el país se desangre a pedazos y concentre los recursos en una guerra sin sentido (como todas) en vez de destinarlos a solucionar las necesidades de los colombianos.
No había otra salida diferente a la negociación, a pesar de las fallas y carencias que tiene el Acuerdo Final. No obstante, lo más importante del acuerdo es que no hay imposición, el próximo 2 de octubre los colombianos tendremos la posibilidad de alzar la voz y decir si creemos suficiente y satisfactorio lo contemplado en el acuerdo, o si no, porque la democracia y la participación social en Colombia mueven más que la compra de votos y la subasta de conciencias.
El dos de octubre los ciudadanos decidirán y darán su fallo ante el Acuerdo Final, y el resultado, sea cual sea, no debe ser motivo de ‘indignación’ o disgustos, porque, gane el No o gane el Sí, sabremos que la decisión la tomaron los colombianos y será un resultado justo, dado que emana de la voluntad del pueblo y no de un acto administrativo. Será la máxima expresión de democracia de Colombia.